Por Guadalupe Treibel
La heroína atípica, improbable de la
música electrónica. La diva de los diodos. La domadora del sintetizador. Una
precursora que hoy, mientras el universo electrónico late al bit de la
tecnología digital, se mantiene fiel a lo analógico, en especial a su amado
Buchla -instrumento de elección, muy difícil de ejecutar-: “Cuando lo toco uso
mis manos todo el tiempo, muevo deslizadores, giro botones, conecto cables. Es
una experiencia física. Y una exploración, muy similar al jazz, donde no hay
errores; solo descubrimientos. Ese es el proceso, luego es dejarse llevar”. Así
se refiere la pionera Suzanne Ciani, de 71, al aparato que la flechó en los
años 60s por su capacidad de “crear un lenguaje completamente distinto”. Con
formación clásica, la muchacha no quería emular sonidos conocidos, y se decidió
por hablar otro idioma, uno personal. Idioma que tantísimos se negaron a
comprender, siquiera a escuchar. Y cuando las discográficas no la fichaban,
ella creó su propio sello; y cuando los varones le recomendaban mudarse a
guitarra, canto o flauta traversa, duplicó el tamaño de su sinte. “Qué música
tan encantadora, ¿la compuso tu marido?”, otra constante en sus inicios.
Pero lejos quedaron esos tiempos, porque
Ciani es una constante en los más prestigiosos festivales de música electrónica
y experimental. Presente -y aclamada- en la última edición del Sónar Barcelona
acaecida el pasado junio, es además la estrella de un documental que repasa
vida y obra: A Life in Waves, de Brett Whitcomb. Además de
predispuesta dama que comparte trayectoria y saberes en charlas acerca de arte,
tecnología y género. En una exposición reciente, en Filadelfia,
intitulada Making / Breaking the Binary, incurrió ella acerca
de su predilección por trabajar con ingenieras de sonido “porque las mujeres se
comunican con su equipo de una manera inherentemente distinta, creando paisajes
sonoros más intuitivos”. Y fogoneó a las presentes para que abrazaran abierta y
plenamente la feminidad al momento de competir en un campo fuertemente dominado
por los varones, como lo es el de la música electrónica.
“Ahora que hay tantas mujeres en la
industria, no necesitamos infiltrar el mundo de los hombres: necesitamos crear
nuestro mundo”, concedió la vital y enérgica creadora en charla con la web
Vice. Y compartió cierta anécdota que invita a la adoración: “Mi mentora cuando
era joven fue una gran fotógrafa, Ilse Bing, pionera que había nacido en 1899.
Cuando la conocí tenía alrededor de 80 y había hecho una maravillosa carrera en
tecnología. Su cámara era el equivalente a mi Buchla. Solía decirme que me
dedicara a tocar, e intentara no ser tan seria. Me escribió un poema con ese
mensaje. ¿Sabés que ella descubrió la solarización de negativos antes que Man
Ray? Otra prueba de que a las mujeres nos han invisibilizado históricamente. No
es que no creáramos; es que a nadie le interesaba lo que teníamos para
ofrecer”.
“Como pianista y teclista (Ciani fue la primera
mujer en aparecer en la portada de la revista Keyboard), dedicó gran parte de
sus esfuerzos a extraer sensaciones femeninas de las máquinas, aportando un
contrapunto necesario a la rigidez del machismo imperante en el mundo
tecnológico. Además de poner su talento al servicio de películas y campañas
publicitarias de Madison Avenue, encontró el tiempo para grabar quince álbumes
a su nombre, dirigir su propio sello discográfico (Seventh Wave) y actuar en
todo el mundo”, recapitulaban los organizadores de Sónar sobre la aventurera y
rompedora artista, estadounidense de ascendencia tana, que ha hecho de todo.
Incluso, munida en los años mozos de la esperanza de que todo se volvería
electro, diseñó sillones que sonaban, a los que hasta 12 cómodos visitantes
podían “tocar”. En sus palabras: “Siempre pensé que la música se convertiría en
ambiental, que en tu casa podrías interactuar con ella, casi tan naturalmente
como con el aire. Solía mantener mi Buchla prendido todo el tiempo. Me gustaba
caminar en este entorno sónico y, naturalmente, crear e interactuar con él, no
solo escuchar un sonido grabado”.
Hija de un reputado cirujano, comenzó sus
estudios de piano a los 6, profundizando luego su formación en artes en
Wellesley y Berkeley. Fan de Mozart, Bach y Carole King, dio con la incipiente
música electrónica de casualidad: siendo estudiante universitaria, se topó con
un profesor que intentaba emular los sonidos del violín a través de una
computadora del tamaño de un pequeño salón. La imagen la flechó, y comenzó a
investigar las bondades de la flamante tecnología sonora, dando con el querido
Buchla -“más parecido a una antigua centralita telefónica que a un instrumento
musical”, según ciertas voces-, al que desde entonces llama su
novio.
Durante la primera etapa de enamoramiento
(y experimentación), dio conciertos en el campus, en galerías de la zona, para
compañías de danza. Y al recibirse (de compositora clásica), tomó curiosa
decisión: trabajar en la fábrica de Don Buchla. “Esperaba aprender lo
suficiente sobre el diseño del instrumento para poder construir uno yo misma.
Así que me senté, y soldé y perforé por 3 dólares la hora”, recordaba en el
’74, con 28 años, para un artículo de New York Times. No era una fábrica
estereotípica; ninguno de sus compañeros era ingeniero. Había poetas, budistas,
un bailarín hindú. Pero, claro, eran los 60s, la cultura alternativa. Los unía
la pasión por el arte… y el ácido lisérgico. “¡Era una revolución! Mirando
hacia atrás, hace todo el sentido del mundo que la revolución social sucediera
al mismo tiempo que la musical”.
Con su refinado conocimiento en sofisticados artilugios
electrónicos y en música en general, intentó luego conseguir laburo como
ingeniera de sonido. Sin suerte: nadie confiaba en una mujer para la tarea.
Entonces armó las valijas y se mandó a mudar: a Nueva York, donde pasó los
primeros meses durmiendo en el suelo de la sala de ensayo de Philip Glass.
Frecuentaba círculos avant-garde (Steve Reich, John Cage, Merce Cunningham),
daba pequeños shows en galerías.
Y cuando el hambre aquejó, probó suerte con “un ámbito infinitamente más
receptivo e intrigado por todo lo que refiera a innovación”: el de la
publicidad. ¿El sonido de la Coca-Cola que se abre y se vierte? Suyo ¿La intro
de Columbia Pictures? De su autoría. Al igual que el “beep” del lavarropas de
General Electric, entre otros efectos que le dieron prestigio en materia de ads.
También hizo jingles, y efectos de sonidos para películas, videogames y
pinballs, o para la (rarísima) versión disco del tema principal de Star
Wars (porque hasta la guerra de las galaxias merece funk). Y en 1981
se convirtió en la primera mujer en componer el soundtrack de un film de gran
presupuesto: The Incredible Shrinking Woman, estelarizado por Lily
Tomlin. En paralelo, con la guita que ganaba, se dedicó a producir sus
discos new age: Seven Waves (lanzando
primero en Japón, en 1982, donde se volvió LP de culto; en EE.UU. salió en
1984), The Velocity of Love (1986), y Neverland (1988).
Siguieron otros; algunos en piano, exentos de sintetizador. Nominaciones y
premios (Grammys, entre ellos). Un parate para vencer al cáncer. Más proyectos
y films. Y un renacer 4 años atrás, cuando el sello británico Finder’s Keepers
relanzó sus trabajos iniciáticos para clamor de la crítica, vuelta a enamorar
de quien nunca ha perdido tracción. En 2011, dato curioso, ¡estuvo en Argentina!
Dio un único concierto de piano con Julio Mazziotti, en Mendoza, “de música
neoclásica; es decir, realizamos composiciones propias inspiradas en nuestra
lectura personal de clásicos como Chopin o Debussy y nos involucramos, para
ello, con la música contemporánea” (Ciani dixit). Ecléctica, imparable,
vanguardista, ¿cuándo nos volverá a visitar?