Por Ana Durán
“No puedo decirte qué hace el arte y
cómo lo hace, pero sé que a menudo el arte ha juzgado a los jueces, vengado a
los inocentes y enseñado al futuro los sufrimientos del pasado para que nunca
se olviden. Sé también que en ese caso, los poderosos le temen al arte,
cualquiera sea su forma, y que esa forma de arte corre entre la gente como un
rumor y una leyenda porque encuentra un sentido que las atrocidades no
encuentran, un sentido que nos une, porque es finalmente inseparable de la
justicia. El arte, cuando obra de ese modo, se vuelve un espacio de encuentro
de lo invisible, lo irreductible, lo imperecedero, el valor y el honor”.
John Berger
¿Se podría vivir sin arte? Claro que sí. Una vida
distinta a la que tenemos los que somos “del palo”, pero vida al fin. Un
antropólogo diría que gran parte de lo que nos rodea es arte. Y tendría razón.
Pero ahora quiero hablar en términos de Berger, que para algo está de alma
mater de esta nota.
Allá en Ituzaingó, provincia de Buenos Aires, por
los años 70, también estaba rodeada de arte a mi manera. El cine Gran Ituzaingó
nos iniciaba en el género del terror en la pantalla grande con Carrie,
y en los carnavales del Club Gimnasia y Esgrima del barrio escuchábamos a
Dyango, León Gieco, José Luis Perales y Camilo Sesto con su maravilloso y
eterno brushing. Pero a mis 16 años algo cambió cuando la familia se vino al
barrio de Flores, y a mi escuela llegó una ¿promotora? que nos ofreció entradas
para el Teatro Municipal General San Martín. Era un abono para 3 obras: dos de
teatro y una de danza. Lo compré porque era muy barato y porque las pibas que
admiraba lo estaban comprando. Un viernes o sábado de 1977 –ya no recuerdo–
entré sola al hall del Teatro San Martín, me ubicaron muy amablemente en una
hermosa butaca y vi Y ella lo visitaba, un espectáculo de Ana
Itelman: así, de una, sin medias tintas ni preparación previa… Por imitación
con el resto de los espectadores hice silencio y aplaudí al final. No entendí
nada excepto que no había nada para entender, que esos cuerpos desplegaban una
belleza nunca vista, que el tiempo y el espacio perdieron sentido. Desde
entonces, los 21 de septiembre ya no fueron para ir con las chicas –era una
escuela pública de mujeres– al picnic de rigor, sino para disfrutar con mi
hermana el día completo en el San Martín viendo todos los espectáculos gratis
hasta la noche.
Moraleja: siempre hay una puerta que se nos abre,
que cambia nuestra percepción de la vida para siempre. Ojalá que sea el Estado
(la escuela, los teatros públicos, etcétera) el anfitrión, si no estuvo allí la
familia para hacerlo.
Más allá de la experiencia personal, el
investigador norteamericano Elliot Eisner dedicó toda su vida a “militar” desde
la Universidad de Stanford sobre la importancia de incluir el arte en la
currícula, sobre todo desde la Guerra Fría, cuando en el sistema educativo de
Estados Unidos se produjo el llamado “back to the basics”, en el que se
eliminaron materias “poco útiles” como aquellas vinculadas al arte y el
esparcimiento. Ahora bien, ¿qué procura el contacto con el arte? La posibilidad
de crear y decodificar metáforas; la ampliación del mundo que habitamos; el
desarrollo de los potenciales cognitivos particulares orientados en este
sentido; imaginar lo que no existe; la captura del momento presente; la visión
crítica de la sociedad en la que vivimos; la posibilidad de hacer foco en temas
existenciales, que en el cotidiano aparecen como triviales; el impacto en las
emociones, y la cohesión entre quienes viven esa experiencia estética. Por esta
razón, Eisner propone que “los programas escolares deben tratar de asignar
tiempo al desarrollo de múltiples formas de alfabetismo. No hacerlo es crear un
provincianismo epistemológico que limita lo que las personas pueden
experimentar y, por consiguiente, pueden llegar a conocer”. En definitiva,
Eisner afirma que hay más de una forma de alfabetismo y que el contacto con el
arte es “otra” forma, tan importante como aprender a leer y escribir.
Pero ¿cómo se hace para que nuestros niños y jóvenes
tomen contacto con las artes (y ahora me desprendo del teatro para pensar en
todas las artes: las visuales, las escénicas, la música)? Nuestra respuesta
(aquí tengo que agregar a Sonia Jaroslavsky con quien compartimos inquietudes,
acciones e investigación desde hace 15 años), es un ideal, que concretamos
desde 2005 en parte con nuestro Programa Formación de Espectadores del
Ministerio de Educación de Ciudad: acercando a los jóvenes a ver las artes
escénicas independientes contemporáneas en las mismas condiciones que un
viernes o sábado a la noche, pero en horario de escuela, con actividades
previas y posteriores para trabajar en el aula. Pero además, con un criterio de
profundización que implique varias concurrencias a las salas desde 1º a 5º año de
la secundaria. Porque, en definitiva, ¿cómo se forma un espectador…? En la
experiencia de desarrollarse como tal a través del tiempo, tarea que no termina
nunca.
Cuando soñamos con Sonia, nos imaginamos varios
programas coordinados entre sí. Uno que los acerque a los diferentes estilos
musicales (jazz, tango, folclore fusión, música clásica, rock…), a las artes
visuales, a las artes escénicas. También a todos los espacios posibles: desde
los teatros oficiales hasta las salitas alternativas o lugares como Telonius,
Beebop o el Torquato Tasso. Y que de acuerdo con la edad, se elijan los
“destinos” artísticos. Nada de cosas hechas especialmente para escuelas. Que
los pibes y pibas vean el arte que hay, el que se hace año a año. Y un programa
de formación continua para docentes, que no tienen la obligación de estar al
tanto de todo. Pero que se desarrolle como disfrute y no como materias
obligatorias que se aprueben o desaprueben.
Cuando los jóvenes devienen espectadores
Mientras tanto, en un libro de reciente publicación
–Nuevos públicos: artes escénicas y escuela, de Editorial Leviatán–,
investigamos qué provoca en los jóvenes del Programa Formación de Espectadores
el acercamiento a las artes escénicas contemporáneas, en nuestro plan de
profundización, es decir, luego de tres encuentros con obras de teatro y danza
independientes de la Ciudad. Lo centramos en jóvenes de 4 escuelas públicas que
nunca habían ido al teatro. Lo que sigue es un breve punteo de las conclusiones
acerca de cómo ven las artes escénicas:
- Con
prejuicios en relación a que todo lo que viene de la escuela es horrible.
Es decir, siempre esperan que la escuela les muestre una obra espantosa.
- Con
prejuicios en relación a que la escuela solo les permitiría ver obras
infantilizantes. Creen que la escuela les mostrará una obra boba para no
arriesgarse a ningún tipo de fricción con la realidad, como una forma de
subestimación.
- Con prejuicios en relación a ver y
juzgar a los personajes como estereotipos sociales, muchas veces objeto de
burla y otras, reprobables. Este punto es importante porque aquí queda
claro que las artes escénicas de la Ciudad se desarrollan en un microclima
“bienpensante” que implosiona cuando sus espectadores no son los
“esperables”.
- Haciendo foco más en temas técnicos
que en temas argumentales y emocionales.
- Con la necesidad de ser
hiperestimulados para no caer en la sensación de estar perdiendo el
tiempo. Les angustia tener que apagar el celular por miedo a que la obra
sea aburrida.
- Con una gran tendencia a buscar “lo
real” en lo que ven y negar el recurso de la denegación propio de las
artes escénicas
Todo esto implica un material muy interesante para
trabajar a partir del arte porque, como dice Berger, el arte “se vuelve un
espacio de encuentro de lo invisible, lo irreductible, lo imperecedero, el
valor y el honor”.
Como reguero de pólvora
Ana Durán |
La buena noticia es que el interés por acercar el
arte al llamado “no público” ya no es un sueño ni un deseo, sino que vino para
quedarse. Eso, que en otras latitudes forma parte constitutiva de la gestión de
cualquier teatro, centro cultural o centro de arte, el “área de gestión de
públicos”, es ahora un área constituida en el TC-TNA (Teatro Nacional Cervantes)
a partir de la gestión de Alejandro Tantanian. Desde allí, con Sonia
Jaroslavsky a la cabeza, armamos 3 espacios: Educación, Mediación y
Estadísticas y medición. Desde allí, como un laboratorio, empezamos a armar
programas para los diferentes grupos según sus necesidades, establecimos
vínculos con muchas instituciones de todos los colores, gustos y edades, y nos
propusimos como objetivo final no solo acercar más cantidad de espectadores,
sino ampliar el rango social y etario del público para salir del gueto.
Otro tanto hicimos con Carrusel de las
Artes, un programa que dirigimos junto a Verónica Sabán y un maravilloso
equipo que contempla el acceso de escuelas privadas además de públicas tanto
primarias como secundarias, a ver teatro, danza y artes visuales
contemporáneos.
Es solo el principio. Esperamos contagiar a los
gestores culturales tanto como a los agentes del Estado para que haya muchos
programas de acercamiento a las artes… y también a los legisladores para que
elaboren leyes con financiamiento propio que aseguren que esto no exista a puro
voluntarismo.