Por Guadalupe Treibel
Entre las 7 acumulaban a razón de 11 metros de cabello: largo, suntuoso,
místico cabello que las convirtió en estrellas a fines del siglo 19, comienzos
del 20. Eran cantantes y cuentacuentos, es cierto, pero fueron sus atípicas
melenas las que volvieron a sus espectáculos fuente de absoluta fascinación.
Las hermanas Sutherland –tal era su nombre- habían nacido sumidas en la
pobreza, entre 1845 y 1865, hijas de un pastor charlatán y una madre que untaba
en sus melenas una loción casera, tan apestosa que sus compañeros de escuela
les escapaban. De modo que pasaban los días descalzas y solitarias en su granja
de Cambria, Nueva York; hasta que, muerta mamá y avivado papá Flechter,
empezaron a dar modestos shows que pronto serían espectáculos masivos.
Cuenta el cuento que los reverenciados shows de estas damiselas, con
buenísimas críticas en su época, incluían música en vivo, canciones de iglesia,
baladas de salón; también peculiares relatos que compartían en escena. Con
todo, era el final lo que conquistaba: el padre gritaba “¡A soltarse el pelo!”,
y las chicas -de espaldas- largaban la catarata capilar para espectadores
atónitos, extasiados. No era para menos: por las enfermedades y la mala
medicina de entonces, tanto la población masculina como la femenina sufría de
caída de cabello, calvicie precoz, deviniendo las exuberantes, largas y gruesas
cabelleras símbolo total de feminidad y… magia. Nutrida de mitología y
poesía, la imaginería insistía en que tales mechas ataban amores, enmascaraban
desnudez, daban a varones acogedor refugio o… los sofocaban en la cama. Además,
las mujeres respetables del 1800s se mostraban con las mechas recogidas;
pasearse tan sueltitas de cintas o hebillas era -por lo menos- seductor. Más
erotismo, agregar un tobillo desnudo… Pero no fue el caso, porque ante todo:
distinción y recato.
“Tenían magnetismo capilar”, sentencia el periodista y biógrafo Brandon
Stickney, autor de The Amazing Seven Sutherland Sisters, libro que
las corona como “las primeras modelos célebres de los Estados Unidos”, a la
vanguardia de la moda de las mechas con métodos polémicos que atrajeron tanta
atención como escrutinio. “Como divas de la Edad Dorada, cantaban, tocaban
piano, modelaban y ofrecían consejos para el cuidado del cabello a millones. El
pelo era su arte, su fuente de poder y de riqueza eventual. Seres
supersticiosos, excéntricos y notorios, musas de compleja psicología y
motivación. Sus vidas, sus ambiciones, virtudes, humor y dramas fueron mucho
más descabellados que los del mejor culebrón. Borradas luego de los anales de
la historia norteamericana, simplemente desaparecieron”, se despacha el
fanatizado señor, y lanza un enjundioso retrato de las peludas hermanas.
Sarah |
Por caso, que Sarah, la mayor, era una tímida morena de rasgos duros,
barbilla fuerte. Sus ojos, azules; sus mechas de 1 metro 20. Soprano y profe de
piano, una biblia de cuero oficiaba de fiel compañera. Vitoria, la segunda:
mezzo-soprano con afición a los diamantes (con ellos se emperifollaba las
uñas); el pelo ondulado de ¡más de 2 metros! Muy demandado, por cierto, los
fans rogaban por alguna trencita, el sobrante de algún recorte. Mirada suave,
ojos y nariz de ratoncita. Casada a los 50 años con un muchacho de 19, para
indignación familiar. Isabella, la tercera, metro 80 de cabellera. No creyente
(o no practicante, quién sabe), contrajo nupcias 2 veces. Uno de mariditos, un
noble francés llamado Frederick Castlemaine (que antes le había arrastrado el ala
a Dora, la sexta, pero se decidió por la tercera); pistolero adicto a la
morfina y el opio, se suicidó en el porche de la mansión Sutherland y las
autoridades tuvieron que ordenar la entrega del cuerpo para el entierro:
durante 10 días, Isabella se negó a que lo retiraran de la casa. Grace, la
cuarta: metro 50 de castaño rojizo, de grácil humor, muy elegante. Naomi,
quinta e irreverente, de nariz romana en rostro regordete, dueña de “una voz
grave que ponía a los hombres de rodillas”, metro 60 de rulos. Se casó con un
showman, con el que tuvo 3 purretes. Dora, carita de pin-up soñadora, coqueta
incorregible; metro 60 como la anterior. Mary, la última: metro 80 de caótica
melena marrón, canto “poco confiable”, carrera teatral fugaz, pronta a
berrinches desconcertantes (en realidad, tenía problemas mentales y acabó,
pobrecita, chillando en una institución psiquiátrica). Oh, ¡y había un hermano
barítono! Varón de pelo corto, así que no viene a colación.
Cuando fueron fichadas hacia mediados de 1880s por el empresario P.T.
Barnum para su circo, Barnum and Bailey’s Greatest Show on Earth, dejaron bien
en claro las muchachas que no eran freaks como sus compañeros de carpa,
demandando interacciones dignas, inteligentes con el público. Ni temidas,
escupidas, maldecidas, maltratadas: adoradas, respetables, educadas,
intrigantes, con el jefecito –que les dio fama internacional- promocionando su
acto como “las siete maravillas de la tierra”. Antes, las 7 ya habían recorrido
reputadas venues de Estados Unidos, presentándose incluso en
Broadway como parte de compañías sindicalizadas nacionalmente, de actuación. Y
después, el gran negocio gran: con su padre al acecho de más dólares, se
iniciaron las pelilargas en la industria del tónico capilar, alcanzando ventas
millonarias de un producto que prometía soluciones milagrosas para el
crecimiento del cabello. Incluyendo, como no podía ser de otro modo,
testimoniales ficticios, fotos del “antes” y “después”, con el propio reverendo
asegurando que, antes de aplicar la sustancia, él mismo había sido un pelón…
Cada botella con la fórmula secreta (a base de ron de bahía, hamamelis,
sal, magnesio y ácido clorhídrico) salía un fangote de plata: el sueldo semanal
de un laburante promedio. Así y todo, con las muchachas promocionando
elocuentemente los beneficios de la loción, fue tamaña sensación. Las hermanas,
en ese sentido, fueron activas -y atípicas- partícipes de la empresita
familiar. Cuando su padre falleció en 1888, sin más, se volvieron
copropietarias de la compañía, expandiendo la línea Sutherland con peines,
limpiadores de cuero cabelludo, variedad de tinturas, cosméticos para el
rostro, etcétera. También pergeñaron eslóganes del tipo “Recuerden, señoritas,
es el pelo y no el sombrero lo que las hace bellas” o “El pelo de una mujer es
su coronada gloria”. Y cuando no estaban de gira por EE.UU. o el globo, servían
de modelos vivientes en eventos promocionales de sus productos, donde olas
masivas de transeúntes se agolpaban –y detenían el tránsito- para verlas,
escuchar sus tips beauty, pedirles que autografiaran la –ya entonces
coleccionable- memorabilia. Tampoco faltaban los piolas que intentaban arrancar
un pelito de la suerte, o incluso ofrecían largas sumas para recibir un mechón
“autorizado” de estas estrellas que, a menudo, aparecían en el New York Times,
Harper’s, Reader’s Digest, The New Yorker…
Que las hermanas fueran 7 -número sacro, saturado de sentido- sumaba al
halo de misticismo, a la leyenda, a la fascinación; y ayudaba, claro, a la
promoción. “Eran siete maravillas vivientes, semejantes al número de la suerte,
las siete estrellas de las Pléyades, la semana bíblica, el símbolo de la
perfección, el ocio y el descanso, las siete trompetas, los siete símbolos de
la abundancia y el peligroso poder femenino”, subraya Stickney. Por cierto,
cuando las hermanas no podían asistir a las promociones, tenían correspondiente
reemplazo: 7 maniquíes tamaño real, hechos a imagen y semejanza, con pelucas
cuidadosamente fabricadas con las mechas que perdían al cepillar sus sirvientas
las kilométricas melenas. Una vez terminado el evento, volvían los maniquíes al
hogar.
“Cabellos y cantar no
cumplen ajuar”, predijo el refranero español: porque 4 de las 7 no se
casaron, optando por perenne soltería (aunque no les faltasen pretendientes).
“Probablemente temieran contratos matrimoniales, que instantáneamente darían su
riqueza a los hombres. Así, ignoraron las enseñanzas metodistas y episcopales
que habían estado en su familia durante generaciones, buscando la
independencia, la fama y la riqueza con la promoción de su apariencia y la
venta de fórmulas de belleza en un momento en que las mujeres debían servir en
silencio a la familia, cuidar el hogar, asistir a la iglesia”, arriesga el
citado autor. Para estas Rapunzeles de carne y hueso, con las mechas hasta los
pies, emancipación mata galán, incluso principito. La falta de marido, sin
embargo, no significó que hubieran renunciado a los placeres de la carne…
Naomi |
Según informa la Sociedad Histórica del Condado de Niagara, cinco años
después de la muerte de su padre, las hermanas Sutherland construyeron una
lujosa mansión en Cambria, su ciudad natal: 14 habitaciones, agua corriente
caliente y fría (rareza reservada para los más encumbrados), camas importadas
de Europa, pisos de madera, candelabros de cristal, así como lustrosas cámaras
en el ático para el cocinero y las muchas criadas. Caserón que Naomi no llegó a
conocer: murió antes de la mudanza (para el show, la reemplazaron por otra
pelilarga). Las restantes decidieron vivir juntas, trasladándose incluso las
casadas con sus respectivas medias naranjas. Volviéndose el numeroso grupo,
comidilla de chismes amarillísimos. Porque aun cuando mantenían las apariencias
asistiendo regularmente a misa, se rumoreaba entonces que la rutina de las
estrellas -que gustaban bicicletear por sus jardines vistiendo apenas traje de
baño de la época- incluía dieta de alcohol y drogas, triángulos amorosos,
fiestas eternas al estilo Gatsby, orgías; todo el combo. Qué noches, Teté, qué
noches. Y, así, moviendo las cabezas, también se ganaron el mote de brujas
practicantes; sus mechas, se creía, eran inescrutable prueba de poderosa
hechicería. Los locales chusmeaban por lo bajo, preguntándose si eran pecadoras,
si conjuraban a los muertos o se comunicaban con demonios, si compartían
varones y corrompían a jóvenes, si practicaban espiritismo o vudú.
El verdadero misterio es uno indescifrable: ¿¡Cómo cuidaban semejantes
cabelleras!? Cuántos litros por lavado, qué productos para mantenerlos sanos y
lustrosos, cómo manejaban el peso sobre los hombros (y sobre los hombres), y
probablemente el olor. Se sabe, eso sí, que cada una tenía una doméstica
personal, encargada de cepillar y desenredar cada noche…
Sus excentricidades, por
cierto, a la orden del día. En una edición de 1982 de la revista Yankee,
advierte un artículo que “sus mascotas eran tratadas como realeza, con armarios
de invierno y de verano, y grandes funerales y obituarios en los periódicos
locales. Los caballos del carruaje estaban calzados en oro. Y las hermanas
patrocinaron muchas galas sociales para los vecinos, incluyendo a menudo fuegos
artificiales. Para mantener su impresionante sistema de agua corriente, un
sirviente tenía que llenar un tanque en el ático con agua todos los días”.
Cuando murió Sarah, una de las hermanas líderes, otra vez sopa: la familia se
resistió a enterrarla, manteniendo el cuerpo durante ¡demasiados! días en el
hogar.
Mary |
Una tras otra fueron muriendo -una costumbre que suele tener la gente-,
pero lo que mató a la empresita fueron las flappers con sus bobs a la moda, y
la tendencia pelicorti que dejó a las últimas sumidas en la pobreza. En un
intento desesperado por recobrar algo de la gloria y el dinero perdidos, en la
primavera de 1926, las últimas hermanas supervivientes -Grace, Mary y Dora-
juntaron dinero para una botella de cloroformo y asesinaron a 16 de sus 17
amados gatos. Enjaularon al felino remanente y partieron con él hacia
Hollywood, donde esperaban vender su extraordinaria historia de vida a
productoras cinematográficas. En Los Ángeles, empero, a Dora la atropelló un
coche y murió. Como no tenían cash para darle apropiado entierro, Mary y Grace
ni siquiera reclamaron el cuerpo. Y regresaron a Nueva York, donde se
refugiaron en una única habitación de su hipotecadísimo hogar. Hambrientas,
casi esqueléticas, fueron hospitalizadas contra su voluntad. Mary falleció en
un asilo en 1939 y Grace, en 1946. La mansión fue vendida y los archivos de las
hermanas Sutherland fueron abandonados en el ático. En 1938, su antigua casa y
todos sus recuerdos fueron consumidos en un incendio.
A modo de epílogo, dato
extra: aunque mayormente olvidadas, las hermanas Sutherland tuvieron otros
segundos de gloria en la Bienal de Whitney de 2008 gracias a Cheese,
celebrada pieza videoarte inspirada en su historia, realizada por la argentina
Mika Rottenberg, con residencia en NY. Al respecto, expresó entonces la
artista: "Mis videos emplean clichés acerca de la feminidad, y este en
particular implica asociaciones entre las mujeres, la fertilidad y la tierra
(…) Pero la diversión realmente empieza cuando disecciono los clichés dándolos
vuelta, mostrándolos como realmente son: espeluznantes y extraños".