Una distopía muy, muy cercana

Por Diana Fernández Irusta



A estas alturas, la imagen es viral. Varias mujeres, envueltas en capas rojas y cubiertas por gorros blancos que apenas dejan entrever el rostro, circulan en las inmediaciones del Capitolio o irrumpen, locuazmente silenciosas, en medio de una discusión del Senado norteamericano. Quienes portan esos trajes –y la actitud falsamente sumisa bajo ellos- son activistas por los derechos de género. Las instituciones a las que interpelan discuten, desde comienzos de año, históricos retrocesos en la legislación sobre salud reproductiva. Y la fuente de inspiración de la protesta es una serie, El cuento de la criada (The handmaid’s tale), que lanzada por el sitio Hulu en abril, ya generó que la novela homónima escrita por Margaret Atwood en 1984 trepe a los primeros puestos de Amazon, que el feminismo la incorpore a sus acciones públicas, y que las audiencias norteamericanas y europeas sigan sus capítulos con el escalofrío de quien mira una ficción demasiado parecida a lo real.

Por lo pronto, hasta las mismas activistas se sorprenden de que apenas baste con aparecer en ciertos lugares, vestidas con amplios atuendo rojos y con la mirada baja (o musitando la palabra “vergüenza” como un mantra), para que todo el mundo lo entienda: ellas son las criadas de la serie, llegadas de un futuro más o menos cercano para alertar que nada está ganado definitivamente. Ellas avisan que una estratégica concatenación de sucesos podría llevar a la pérdida de los derechos civiles tan trabajosamente obtenidos en las últimas décadas. Encarnadas en las mujeres que protestan ante las andanadas misóginas de Trump, las criadas avisan que ninguna mujer está exenta de un día despertar y descubrir que, como ellas, de golpe fue convertida en mera máquina reproductiva.


Pesadillas diurnas

Porque de eso hablan la novela y la producción que, con la asesoría de Atwood (la escritora hasta hace una fugaz aparición en el primer capítulo), ya se perfila como la serie del año.


“¿Cómo dejamos que nos pasara esto?”, se pregunta Defred, la lúcida y valiente protagonista de esta distopía. Y, por cierto, a la luz de cualquier noticiero actual, la historia es inquietante. Un grupo de fanáticos religiosos toma el poder en los Estados Unidos, disuelve el Congreso e instaura una dictadura teocrática basada en una rigurosa interpretación de la Biblia. Primer gran acierto de El cuento de la criada: el monstruo no es la religión en sí misma, sino el gesto totalitario. El modelo político que se establece en el “viejo” territorio norteamericano –que a partir de ahora pasa a llamarse la República de Gilead- se proclama puritano, se justifica en la devoción a Dios, pero en lo concreto no es más que un Estado opresivo, militarizado y todopoderoso. En la introducción a la nueva edición del libro por Salamandra, publicada recientemente por El País, Atwood comenta que, a la hora de imaginar Gilead, se inspiró en los procedimientos de la Guardia Roja,  episodios de ejecuciones  grupales y quema de libros, el programa Lebensborn de las SS, la historia de la esclavitud… y, sí, el robo sistemático de bebés durante la última dictadura militar argentina.

La República de Gilead es un sistema totalitario donde la mayoría de la población pierde, pero las mujeres pierden aún más. Se les prohíbe trabajar, estudiar, leer o tener su propio dinero. Se les adjudica tres únicas misiones “naturales” para ellas y necesarias para la sociedad: la procreación, de la que se encargan las criadas; las tareas domésticas, encomendadas a las Martas; la instrucción de las criadas, territorio de las tías. Aparte quedan las esposas, mujeres de los hombres del poder que deben asistir, incólumes, a la “ceremonia” de fecundación que sus maridos realizan, una vez por mes, sobre el cuerpo de la  criada correspondiente.

Aquí hay un guiño interesante: el poder es despótico, cruel, avasallante. Pero estéril. La contaminación ambiental ha desatado una epidemia de esterilidad que, pareciera, se ensaña muy especialmente con los sectores dominantes. Las mujeres de los “coroneles” no pueden tener hijos; el sistema necesita de los vientres de las mujeres jóvenes que aún se mantienen fértiles. A ellas se las recluta, somete y separa de sus propios hijos cuando los tienen. Se las obliga a ser criadas y aceptar la violación mensual por parte de un hombre del poder. Por sobre todo, deben saber que son simples receptáculos. En caso de quedar encintas, cederán el niño recién nacido al matrimonio bajo cuyo techo han vivido. Y tendrán que prepararse a  partir hacia otra casa, listas para “bendecir” a otra pareja incapaz de concebir.

Antes de la llegada del infierno, Defred tenía un marido, una hija, un trabajo. Salía a correr con sus amigas, tomaba cerveza, escuchaba música, leía. Poseía, incluso, un nombre. Pero en Gilead le toca ser útero, y los úteros no necesitan nombre; se llama Defred porque es “de” Fred, el comandante al que de momento está adjudicada.

No obstante, ella quiere sobrevivir; sobre todo, quiere preservar la cordura. Hacia afuera, realiza los gestos que sabe debe realizar: cabeza baja, prudencia, silencio. Hacia dentro, se aferra a las palabras como quien se aferra al último resquicio de una vieja morada: sus monólogos son continuos, intensos, irónicos, a veces chispeantes. Entre los logros de la serie, está el de traducir, con naturalidad y contundencia,  esa dualidad permanente. Está, desde luego, la actriz: la enorme Elizabeth Moss y su capacidad para decir con los ojos exactamente lo opuesto a lo que dicen los labios. O viceversa. Está la cámara, devorándole a veces el rostro, como si quisiera entrar –y llevarnos con ella- a esa mente incansable, decidida a no dejarse doblegar. Y está la banda de sonido, por momentos alter-ego de Defred: ráfagas de pop y de rock que son su oxígeno secreto; el latido de una vida que nada tiene que ver con la hostil aridez que la rodea día a día. Defred cultiva su mundo interno, mientras, como indican las nuevas reglas, camina sin hablar y sin mirar a los ojos. Pero desde luego que mira -y cómo- a las tanquetas que, como si nada, circulan por las calles; a las personas que, como si nada, los hombres de las tanquetas persiguen y secuestran;  a los hombres y mujeres que cada día amanecen colgados de un muro del que las criadas, diligentes, deberán alguna vez lavar la sangre. 

En uno de los mejores pasajes de la serie, Defred se pregunta cómo fue que ocurrió todo. Y recuerda el cuento de la rana, el agua caliente, aquello de amoldarse al creciente calor hasta terminar hervido. Se piensa -ella, sus amigos, todos aquellos que constituían el mundo del pasado- como ranitas confiadas, incapaces de ver las señales de la debacle que estaba a punto de arrasarlos uno a uno.

¿Ficción? Desde luego. ¿Exagerada? Las mujeres que por estos días protestan contra el proyecto de salud del Senado norteamericano creen que no. Tampoco quienes observan el crecimiento de la ultra derecha en Europa, o quienes denuncian el creciente terreno de los discursos que, escudados en un conservadurismo cool, cuestionan la corrección política y, de paso, erosionan la legitimidad de algunos derechos.

Basta pensar, en todo caso, en las mujeres afganas, en las egipcias, en tantas otras. A ellas sí les ocurrió despertarse un día y descubrir que ya no tenían trabajo, que no podían disponer de bienes materiales, que las universidades les cerraban las puertas. Para muchas de ellas, el mundo pasó a ser apenas eso que la estrecha redecilla de un burka permite ver.  Si Defred existe, lo hace en cada una de esas vidas.

Resistencias

Ahora bien, ¿qué tiene El cuento de la criada, que no se la puede dejar de mirar? Una trama sólida, actuaciones impecables, resonancias inquietantes. Pero hay algo más. El cuento de la criada exuda deseo. Y lograr algo así, en medio de un relato tan ominoso, no es poco. En absoluto.

Sobre el cuerpo de las criadas, carne de opresión, se cierne todo el sistema totalitario de Gilead. Ellas han sido entrenadas y saben que deben caminar de cierto modo, colocar sus manos de otro, emitir sólo ciertas frases, transmitir una emoción cercana a la nada. El disciplinamiento ha sido férreo. Y sin embargo.

Defred sale a la calle, respira el aire cargado de humedad, y sabemos –nos lo hace sentir- que cada poro de su piel existe y está, también, respirando. Toca los extremos de madera de su cama, y la sabemos viva, táctil, sensitiva, hambrienta de mundo.

Pese a todo y a todos, bajo el estricto recato de su cofia blanca, Defred observa a Nick, el chofer de la casa. Y pese a todo y a todos, casi sin inmutarse, con sus gestos de hombre más o menos duro, Nick se cruza insistentemente con Defred. Ambos se miran y el deseo es un destello secreto, tenaz, apenas perceptible; dudosamente frágil. Ante las mismas barbas del comandante, bajo la amenaza latente de los “ojos” (suerte de servicio secreto diseminado por todas partes), frente a la tiránica “tía”, y de cara a la esposa a quien sonríe con los labios pero estrangula con la mirada, Defred resiste. Mientras baja la mirada, coloca las manos en su regazo, recita los versos de la Biblia que toca recitar y se envuelve en la pudorosa capa, Defred sabe que está viva. Siente a su piel respirar centímetro a centímetro. Tanto como escucha las palabras que se dice a sí misma y, sabe, en algún momento podrá decir a otros.


El cuento de la criada. Serie de Bruce Miller e Ilene Chaiken basada en la novela homónima de Margaret Atwood. Emitida por Hulu.