Por Amalia Sato
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Fosco Maraini |
Etnólogo, orientalista, alpinista, fotógrafo, escritor y poeta.
Florentino y ciudadano del mundo. Niño rebelde y vivaz, interesado en los
libros sobre Oriente que atesora la madre inglesa, testigo de las
conversaciones de su padre escultor con sus amigos, los refinados ingleses
italianizados de Toscana, “aburridas visitas” a los ojos del pequeño,
como D.H.Lawrence, Bernard Berenson o Aldous Huxley. El conocimiento de
Giuseppe Tucci, con quien comparte una expedición al Tibet, será uno de los
estímulos para periplos sin fin que lo llevarán también a Japón antes de la
guerra. Allí pasará años con la bella esposa Topazia , pintora siciliana y sus
tres hijas Dacia, Yuki y Toni, será lector de italiano en las
universidades, investigará la cultura ainu, tendrá residencias en Sapporo y
Kioto. Al estallar la guerra, por negarse al igual que su mujer a jurar lealtad
a la República de Salò, lo internan con toda su familia en un campo de
concentración en Nagoya. Como protesta ante las inhumanas condiciones de vida en
el lugar, se corta el dedo meñique de la mano izquierda ante los
comandantes, gesto que le vale contar con un huerto y una cabra. Así de
arriesgada fue siempre su vida. En esta novela autobiográfica, Casas,
amores, universos, él es Clé y Topazia Malachite; los modos de esa primera
mitad del siglo XX, los tiempos gentiles de un mundo académico donde es un
privilegiado, el inquieto panorama intelectual de un Japón objeto de estudio y
de placer por parte de los estudiosos extranjeros allí establecidos, narrados
demoradamente por este “maestro italiano de nuestro tiempo”, en la valoración
del Premio Nomina que le concedieron en su país. En otro de sus libros, Giappone
Mandala, (Japan: Patterns of Continuity, en la traducción al
inglés), buscaba la conjunción de fotos con ideogramas, creando su personal
Imperio de los signos. La cubierta de Mondadori para Case, amori,
universi, del cual presentamos un fragmento, muestra una foto de su
autoría: un equilibrista subido a una escalera desafiando el vacío: La
lutta col nulla. “Liberado de la gravosa esclavitud de la crónica al
microscopio”, el testimonio de quien vivió, como gustaba decir,
construyendo puentes entre su “endocosmos” y el “exocosmos”.
V. Los años del Sol Naciente: Kioto
Las cosas del Japón, tan diferentes de estas de nuestra Europa y de las
de casi todo el mundo… A. Valignano, El Ceremonial para los Misioneros en Japón (1565, ca).
… este infernal país que es Japón, donde todo es Lenguaje, todo
signo, del mito a la sopa, de la ideología a la vida! A. Abrasino,
“Corriere della Sera”, 2 abril 1975.
Qué maravillosa experiencia es para un egiptólogo, entrar en
contacto directo, en Japón, con una civilización viva que puede
compararse, desde cierto punto de vista, con aquella de la que admiramos y
estudiamos las obras de otros tiempos. En el Egipto faraónico, así como en el
Japón de ayer y casi todavía en el actual, una nación se integra al cosmos
culminando en un Emperador, él mismo en relación con los dioses. J. Leclant,
Reflexiones de un egiptólogo en un Santuario Shinto.
Nuestro Japón es tierra de dioses, tierra de fe. Por eso plantas,
pájaros, animales, insectos, piedras se multiplican y son más bellos que los de
otros países… Hiraga Gennai.
1. En el barrio Pozo del
Pájaro que vuela
En 1941 regresar a Italia se había vuelto imposible: todas las
comunicaciones internacionales estaba bloqueadas por al guerra. Mientras tanto
la beca de estudio del gobierno japonés llegaba a su fin y no estaba prevista
ninguna renovación. Clé y su familia se habrían encontrado en serias
dificultades, si la universidad de Kioto no hubiera ampliado su programa de
enseñanza de italiano disponiendo el agregado de un lector nativo. El puesto se
lo ofrecieron a Clé, quien lo aceptó como única solución a sus problemas y a
los de su familia.
La partida de Sapporo fue a fines de abril. En la estación se había
reunido una pequeña multitud de amigos y conocidos para saludar a Malachite,
Dafne, la pequeña Yuri y Clé. Estaban presentes claro los adorables
Lane, Matilde cuyo nombre pronunciaban Machirudo, el profesor Hecker con
su hijo adoptivo Yoshiro y su novia Hiroko, Hiro Miyazawa, el jovencito Takeda,
así como algunos compañeros de alpinismo y de esquí, del Club Alpino Académico
de Hokkaido y del Club de Esquí de Sapporo.
El profesor Kodama había enviado a su asistente en representación del
Instituto de Anatomía de la Universidad de Hokkaido, del cual formalmente Clé
era miembro.
Ninguno de los Ainu había venido desde sus lejanas aldeas (demasiada
distancia y poco dinero), pero unas doce cajas que contenían casi quinientos
objetos ainu, recogidos por Clé durante sus años ainu en Hokkaido, ya habían
sido enviadas a Kioto. (Una afortunadísima serie de circunstancias permitió a
Clé salvar la colección, de gran valor etnográfico, de los peligros de la
guerra, y de los propios de un viaje larguísimo, logrando acercarla a
Florencia, donde más tarde, en 1954, encontró su lugar en el Museo de
Antropología y Etnología de la universidad).
El día se presentaba sereno, con un pertinaz vientito del norte. Todas
las montañas en torno a Sapporo, blancas por la nieve. Clé las observaba con
nostalgia: “¡Adiós monte Teine, donde Hiro y yo tuvimos la experiencia de
acampar en un iglú!”. Y poco después de la partida aparecieron en las ventanillas
del tren los volcanes apagados de Niseko, recorridos tantas veces
despreocupadamente a lo largo y a lo ancho. ¡Cuántas hilachas del corazón
abandonadas para siempre entre esos montes solitarios y remotos!
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Fosco y Topazia |
Malachite y Clé conocían Kioto, pero solo como turistas, por su visita a
la ciudad en otoño de 1939. Ahora había que establecerse allí por tiempo
indeterminado, tal vez un largo tiempo, y sobre todo había que buscar una
casa. Por suerte los medios no disminuían; el sueldo de un lector extranjero
era bastante mejor que el de un profesor japonés. Y además - ¿por qué no
recordarlo con gratitud?- , el doctor Raimondi había conseguido para Clé un
suplemento adicional, tramitado ante el ministerio de Asuntos Extranjeros y la
Embajada, el cual ayudaba mucho a Malachite y a las niñas en sus necesidades.
La conducta del doctor Raimondi en Florencia era por cierto la de un generoso
Júpiter Olímpico que sentenciaba: si te ayudas, Dios te ayuda.
En todas partes, en el panteón de los laicos había un Kami, un
dios menor, destinado a las casa, y Clé pensaba a menudo sonriendo: ¡Seré su
fiel devoto!
Desde su nacimiento el
muchacho había tenido siempre la fortuna de vivir en lugares casi ideales; la
villa de Ricorboli ni qué hablar, o la más nueva en Gelsomino con sus encantos,
la torre de Marsili, la Granja de Saraillon en Aosta, la casa de la Calle Once
en Sapporo… A todas las había adivinado ese Kami bribón y benevolente.
¿Sucedería ahora de nuevo?
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Topazia, Fosco y sus tres hijas -Yuki, Dacia y Toni-
después de su liberación.
Tokio, 1945. |
Por el momento, Clé – una vez ubicadas Malachite y las niñas en un
hotel de Tokio – se había instalado en el así llamado Club de la Universidad de
Kioto, un pensionado donde le brindaban las mejores condiciones. Fue allí donde
conoció a los Uriu, una joven pareja sin hijos: él era corresponsal del diario
“Asahi”, y ella trabajaba en el Club como jefa de personal. Miki Uriu era
bastante alta para ser una japonesa: delgada, graciosa, sonriente, extremadamente
emotiva, pasaba de las lágrimas a la risa varias veces en pocos minutos de
conversación. Vestía siempre kimonos del sobrio gusto shibui.
“Quédese tranquilo, verá que le encontraremos pronto una excelente casa a usted
y los suyos”, decía, corriendo de aquí para allá, para desaparecer en su
oficina para hacer llamadas telefónicas.
Entretanto Clé se había presentado en la Universidad y había conocido al
profesor Masatoshi Kuroda, titular de la cátedra de italiano en ese tiempo. Era
un hombre de casi cincuenta años, alto, flaquísimo, de cabellos y pupilas de un
negro absoluto, con una notable barba bien rasurada, de la cual sobresalían dos
bigotes vagamente hitlerianos bajo la nariz.
Clé ya había entrenado largamente su mirada en Hokkaido, e
individualizaba a menudo a esos purísimos japoneses en los cuales, por algún
capricho de los cromosomas o el adn, se manifestaban algunas características de
los pueblos septentrionales (Emishi, Ebisu, Ainu y otros) con quienes los
japoneses de Yamato habían hecho por siglos la guerra en las fronteras.
Evidentemente la guerra no fue un fenómeno permanente, y hubo períodos, hasta
prolongados, de tregua dedicados al comercio, y tal vez a las alianzas y los
matrimonios mixtos, con trasvasamiento de genes de un grupo a otro. La fuerte,
o destacadísima, pelosidad facial y corporal de algunos japoneses se atribuye a
contactos genéticos con los pueblos del Norte. El profesor Kuroda pertenecía
probablemente a este interesante grupo. Además tenía un rostro profundamente
esculpido (digamos a lo Pasolini) que lo hacía asemejarse mucho más a un nativo
de Hokkaido.
Dejando aparte estas
disquisiciones de antropología física, el profesor Kuroda era una persona
exquisita, siempre presta a toda clase de gentilezas. Sufría quizá de cierto
complejo de inferioridad, pero Clé había aprendido sobradamente que, en las
relaciones con los otros, esta condición se convierte en una gran virtud,
que lleva a premuras de todo tipo. Lo importante, en el plano ético, es,
de parte de los otros, no aprovecharse de eso.
El profesor Kuroda sabía bien el italiano escrito y literario, estaba de
hecho traduciendo Il Principe, de Niccolo Machiavelli, pero en el
horizonte de lo hablado tambaleaba bastante. Como le sucede a muchos japoneses,
no lograba distinguir claramente entre la l y la r,
decía “Rondon” por London y “Ruoma” por Roma, y ni siquiera de modo regular,
sino como le viniera en gana. Confundía también la b con
la v, hesitando en la pronunciación de “Benezia” por Venecia y
“Vologna” por Bologna. En cuanto a las sílabas gli, gni y
semejantes, era mejor que se las saltara.
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Topazia. Japón, 1940.
Crédito Fosco Maraini |
Uno de los primeros días tras el arribo de Clé a Kioto, el profesor
Kuroda se presentó en el Club de la universidad, para anunciar con una inmensa
sonrisa: “Hoy me gustaría conduciru aru señoru Ruaimondi a visitar la “Birra
Imperiale” de Shuugaku-in..” Clé, en un primer momento, ya bien
consciente de la importancia adquirida en Japón, desde fines del 1800 en
adelante, por la rubia bebida germánica, pensó (¡pero solo por un segundo!) que
existía en Kioto una empresa de producción con licencia para jactarse con el
prestigioso adjetivo “imperial”. Luego comprendió que se trataba de una
dificultad lingüística, y que la meta de la salida propuesta era la “Villa
Imperial” del Shuugaku-in en las afueras de Kioto.
Posterguemos por algunas páginas la visita a la Birra Imperial.
Regresemos en cambio al Club de la universidad y a las llamadas de la señora
Uriu. “Ah!” exclamó la señora y corrió hacia la mesa de Clé en el curso de una
comida. “Parece que hay algo… Dicen en la universidad que un profesor
americano, Mister Thomas, ha retornado hace poco a los “Estados”, y que su casa
debe estar libre. No pertenece a la universidad, sino que es privada, así que
será más cara. Para compensar esto parece que es muy bella. ¿Cuándo le gustaría
ir a verla?”
Esa tarde el matrimonio
Uriu acompañó a Clé a ver la famosa casa. Desde el Club el grupito caminó
durante algunos minutos hacia el norte, cruzando la entrada principal de la
universidad y atravesando la calle que conduce al Pabellón de Plata
(Ghinkaku-ji), famoso templo y jardín de Kioto. Más adelante pasaron por el
portal de madera de un templo budista conocido con dos nombres. Oficialmente
llamado Chion-ji (Templo de la Gratitud), pero popularmente conocido como
Hyakumanben (Un millón de veces). En 1331 hubo en Kioto una peste que causó
muchos muertos; el abad del tempo hizo repetir un millón de veces una célebre
plegaria breve útil para la salud, cuyos mágicos efectos pronto se hicieron
evidentes. Como recuerdo, el templo fue rebautizado “Un millón de veces”.
En los países budistas la palabra “templo” no indica (como podría
imaginar el lector occidental) un solo edificio, no es un paralelo de los
términos “iglesia”, “mezquita”, “sinagoga”. Templo (tera o, como
sufijo, ji) indica un vasto conjunto, un complejo de edificios y
espacios libres, casi siempre ordenados como jardín. En el caso en cuestión,
traspasado el portal de ingreso se presentó a los ojos de Clé un espacio
cubierto de pedregullo al final del cual se alzaba el pabellón principal,
flanqueado por otros edificios menores destinados a diversos usos.
El conjunto pertenecía, como ya dije, a la secta Joodo, una de las
principales en el panorama del Budismo japonés. El templo no era muy antiguo,
como suele suceder hubo incendios y reconstrucciones (la última de 1662), pero
los diseños originales se respetaron siempre rigurosamente, en cada ocasión. De
alguna manera la madera del sagrado edificio había, con el tiempo, madurado, se
había cocido, por así decirlo, adquiriendo una preciosa pátina de un marrón
oscuro.
Después de cruzar varios
pabellones de Un millón de veces, el grupito llegó a un portal secundario sobre
una callecita de pedregullo, flanqueada por casas bajas de impecable presencia
tradicional, y por jardines rodeados por muros bajos bien arreglados donde
florecían gardenias.
“Esta es la casa”, exclamó Miki Uriu, apuntando con la mano un edificio
de aspecto neutro pero sólido, menos cuidado que las villas vecinas, con
algunos árboles y un jardín desprolijo, cercado por un muro de la altura de un
paseante. “Eximio Kami de las casas, gracias”, murmuró Clé, sonriendo interiormente.
“Una vez más lo has logrado, simpático truhán.”
En verdad la casa bien
podía calificarse de ideal, se parecía a aquella de la calle Once, abandonada
hacía poco en Sapporo. Estaba concebida a la occidental, es decir con
habitaciones con piso de madera, no con las esteras tatami a
la japonesa, por lo tanto con sillas y mesas en el comedor, el salón y el
estudio, y con camas en los dormitorios; incluso el baño era a la occidental.
Además había una cómoda cocina y dos cuartos a la japonesa para la cocinera y
los eventuales ayudantes domésticos. Malachite, apenas llegada de Tokio,
se puso contentísima, y ¡sí que se había vuelto, con el tiempo, bastante
difícil de contentar!
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Topazia e hijas, fin de la guerra en Nagoya, 1945 |
Por las ventanas se disfrutaba de una vista que no tenía nada en común
con aquellas dramáticas y espléndidas de la torre de Marsili o de Fiesole, pero
que a su humilde y casta manera era exquisitamente característica del viejo
Japón. Se ha dicho tantas veces que la arquitectura sino-coreo-japonesa es una
obra de techos; los cuales se presentan con curvas medianamente acentuadas,
medianamente elegantes. Se ha incluso supuesto que estas curvas venían del
Norte, de la costumbre por parte de los nómades de hacerse las tiendas con
pieles de animales y de sostener sus bordes con palos. En suma, de las
ventanas se adivinaba, en medio de una dulce confusión de ramas de pino, la
parte más alta del gran techo que cubría el pabellón mayor en el templo de
Hyakumanben. Se adivinaban también, de abajo hacia arriba, los perfiles
verdísimos de las colinas que limitan con Kioto al este, y que culminan en el
Monte Hiei (843 metros).
La localidad donde los Raimondi iban a instalarse se llamaba
Asukai-choo, esto es “Barrio del Pozo de Asuka”. Asuka a su vez significaba
“Pájaro que vuela”. En suma, completo significaba “Barrio del Pozo del
Pájaro que vuela”. Nombre curioso, pero típico y pleno de referencias
históricas. Hace miles de años, en la era Heian (794-1185) se llamaba asuka a
ciertos cantos populares. El nombre fue adoptado por un poeta y campeón
de kemari, (una suerte de pacato y ceremonial juego de balonpié),
famosísimo en la sociedad elegante de su tiempo, quien lo transmite a sus
descendientes, evidentemente establecidos en esa zona de Kioto.
Era definitivamente un nombre altamente miyabiyaka,
como le explicó Miki Urui a Clé, esto es “antiguo y gentil”.
De Case, amori, universi, por Fosco Maraini (Mondadori,
diciembre 1999).
Traducción: Amalia Sato.