Kantor, Obersztern, Kantor

Mariana Obersztern
Crédito Catalina Bartolomé
Por Moira Soto

Si alguien encarna fehacientemente lo alternativo genuino en un teatro llamado –a menudo, inoportunamente- “alternativo”, ese alguien se llama Mariana Obersztern, artista interdisciplinaria en permanente búsqueda desde que arrancó en la escena con Kandinsky (1989). Transgrediendo cada vez convenciones preestablecidas, sorprendiendo con sus cambiantes hallazgos, vinculando las artes visuales con las escénicas, y a veces con las ciencias, Obersztern ha presentado, entre otras obras, Baldomero, poeta entre los hombres (1990), Dens in dente (1997), Lengua madre sobre fondo blanco (2002), El aire alrededor (2003), Regreso, de Botho Strauss (2003), En agua negra (2006), Tú eres para mí (2009), Inspiratio (2015).

El  pasado mes de abril, M.O. estrenó en el Cultural San Martín Kantor. Wielopole, Mezrich, Wielopole, sin duda, uno de los acontecimientos teatrales de 2017. Con un elenco que incluye intérpretes de distintos palos: Juan Barberini, Lucas Cánepa, Cristina Coll, Lucio Giuggioloni, Agustina Muñoz, Walter Jakob, Valentina Pagliere, Ángeles Piqué, Verónica Walfish y la propia Obersztern, como una suerte de alter ego de Kantor, pero sin perder su propia identidad de autora y directora de la obra. Una obra en desarrollo que va armando tal una taumaturga, craneándola, cuestionándose, hablando con una interlocutora (Muñoz) que es el cable a tierra, hace las veces del Grillo de Pinocho.

La iluminación –perfecta, para no variar- es del inagotable Gonzalo Córdova; el reminiscente vestuario pertenece a Laura Sol Gaudini; Agustina Muñoz aportó, además de su participación en escena, colaboración artística. Y M.O. diseñó los objetos y el dispositivo escenográfico, además de elegir de manera infalible las músicas (de la Danza de los Caballeros, de Prokofiev, a la Marcha Eslava, de Chaikovsky; de melodías klezmer al Vals 1 de Shostakovich…).

Crédito Sandra Cartasso
Si Wielopole fue el pueblo natal de Tadeusz Kantor, Mezrich lo fue del padre de Mariana Obersztern –también judío polaco-, traído por sus padres a la Argentina dos años antes de que empezara la Segunda Guerra. Este hombre que se resistirá al pedido de su hija de hablar polaco, “porque los polacos habían sido muy hostiles con los judíos”, llevó a la muy joven Mariana a ver Wielopole, Wielopole en 1984, cuando Kantor vino al Teatro San Martín: “Era lo polaco que mi padre elegía para darme”, anota en el programa de mano la autora de KantorWielopole, Mezrich, Wielopole. Es decir un homenaje a Kantor, que incluye al padre de Mariana. Un homenaje desde lo afectivo que desacraliza con tanto respeto como humor, que apela a la nostalgia sin melancolía, con ese sentimiento –como decía el Don Draper de la serie Mad Men- “que nos lleva de vuelta a casa, adonde sabemos que somos amados. Una punzada en el corazón más poderosa que la propia memoria”. En este Kantor de Obersztern es expuesto de modo palpable lo efímero del teatro y sus “situaciones falsificadas”, la familia de personajes kantorianos es atraída desde la ronda de recuerdos, están presentes las máquinas de inspiración dadá (la Limpiadora de cabezas, la Aireadora de pensamientos…), los amigos de Kantor (Witkiewcz, Wyspianski), los cuasi enemigos (Wajda, el camaleónico cineasta). Y Mariana va y viene y se sienta hablando en polaco aprendido por fonética (sin saber muy bien qué dice cada palabra en los párrafos largos, aclara), con subtítulos que son comentados por la asistente, por  los actores que actúan esa mudanza incesante, que no hacen personajes fijos. En los diálogos con su interlocutora, la obra de Kantor y la de Obersztern se funden y se confunden. “¿La nuestra o la de Kantor?”, pregunta Agustina Muñoz. “La de Kantor y, por ende, la nuestra”, retruca Mariana.

“Es gracioso, me voy informando de detalles de Wielopole, Wielopole a través de lo que la gente que la vio me cuenta”, sonríe la artista, señalando así implícitamente un vago de parentesco con La inversión de la carga de la prueba, aquel recordado proyecto que ideó para el CCRojas (2005/2006), que daba vuelta el orden en que se monta normalmente una obra de teatro, partiendo de una escenografía previamente dada (y no de un texto dramático o de alguna ocurrencia del director). “Recuerdo los gemelos que pasaban por una puerta y decían Kapelusz, Kapelusz… y yo percibía ese sz como un parentesco que me pertenecía. Me acuerdo más del sonido de las palabras que del sentido”.

¿Esa función a la que te invitó tu padre tuvo algo –con perdón- de bautismo respecto del teatro?

-Es difícil de sondear exactamente, porque en esa época no me dedicaba todavía al teatro: pintaba, esas cosas. En el 80 y pico empecé en una  escuela de danza teatro. Pero lo del teatro propiamente dicho fue un poco después.

¿Iniciática en lo polaco de parte de tu papá?

-En ese sentido, sí. También me pasó una cosa muy rara el día que vi Wielopole, Wielopole: al salir del teatro, fuimos al bar que estaba en la esquina antes de la pizzería Kentucky, el Premier. Entramos ahí con mi viejo y su esposa y advierto que estaba Kantor sentado con alguien. Mi cuerpo, fuera de mi control, cambió de dirección, fue hacia la mesa de Kantor y se sentó en una silla a su lado. Te aclaro que yo no suelo ser cholula, no me da por ahí. Bueno, me senté y le tomé la mano con una extraña torpeza. Ahora cuando lo pienso, me parece un tanto ridículo porque no es mi manera de conducirme. Pero evidentemente tuve un impulso incontenible. Ni siquiera te puedo decir que fue un momento de especial comunicación. Él me sostuvo la mano unos instantes, tuvo esa paciencia. Yo no tenía nada preparado para decirle, ninguna previsión. Apenas nos miramos un poco, me tranquilicé y fui hacia la mesa donde ya estaba instalado mi padre.

¿Percibiste alguna familiaridad en Kantor que te pudo inspirar ese gesto?

-Mirá, cuando vino Peter Brook con The Man Who vi varias veces esta obra. Me gustó mucho, mucho, me pareció genial, pero no la sentí familiar ni que me influyera. En cambio, me parece que ese avistaje de Kantor me dejó secuelas, a juzgar por las cosas que hago…

Crédito Sandra Cartasso
Es decir, que tenías tus buenos motivos para invocar, evocar a Kantor.

-Cuando empecé a trabajar en teatro, me sentí como enamorada de las mismas cosas que él: Kantor estaba en romance absoluto con los objetos y a mí me pasa algo parecido. Esa mezcla de cuerpos y objetos: si miro para atrás en lo que he venido haciendo, siempre está adelante esa preferencia. En las clases, que es cuando una se escucha más hablar –porque cuando dirigís no tenés que conceptualizar tanto-, ahí sí hay mucha letra, tenés que fundamentar: se pide tu palabra en ese momento, casi una contraparte teórica de lo que estás haciendo en la práctica. Bueno, un tiempo antes de estrenar empecé a buscar en Wielopole, Wielopole las escenas que iba a agarrar, y en la conversación con el personaje que hace Agustina Muñoz, quería tomar algunos textos como de la boca de Kantor. Y comencé a leer un poco por encima, de manera nada doctoral, y vi que aparecía la palabra partitura. Me dio gracia porque con los alumnos llamamos partituras a las escenas desde hace mucho. Y no es que yo haya estudiado a Kantor, pero me aparece espontáneamente esa convergencia hacia él. Resulta que ahora me voy encontrando con personas que vieron Wielopole…, que vienen a mi obra y me parece tan lindo tener sentado en la platea a alguien que estuvo viendo a Kantor. Me produce una cierta extrañeza y una gran complacencia emocionada.

¿Tu padre era un judío religioso, practicante?

-Judío de historia, judío de familia, pero no era religioso. Ni mi viejo ni mi vieja eran religiosos. Pero había una fuerte impronta de la genética y de la tradición.

Por otra parte, venía de Polonia, un país marcado a fuego por un rancio catolicismo.

-Esa frase de mi padre que pongo en el programa –“los polacos habían sido muy hostiles con los judíos”- la pronunció exactamente así. Un juicio duro pese a que él era un tipo muy amable, elegante de adentro. Cuando vinieron acá, fue huyendo de la amenaza de la guerra pero también de la pobreza imperante. Después, fue gestando un buen pasar acá, subió escalones socioeconómicos y también socioculturales. Un copado mi viejo, cuando era joven tuvo un tiempo de ser actor en el teatro IFT; se conocieron ahí con mi madre que era escenógrafa. Después, él se dedicó a otras cosas, a la publicidad. Luego se me dividieron las aguas cuando se separaron ellos. La parte de mi viejo era la del polaco pobre, como si te dijera la oveja negra de los judíos. Del lado de mi vieja venían más de Rusia: mis abuelos, unos genes sefardíes dando vueltas, un poco más burgueses. Los domingos en la casa de mis viejos tenían un clima mezcla de nostalgia y del afecto de estar todos juntos reunidos ahí. Una necesidad de recordar pero sin mucho texto. Creo que mi Kantor tiene algo que ver con eso. Porque cuando no hay texto el sentimiento te queda en las entrañas. Recuerdo esos momentos alrededor de la mesa, las bobes…, se hablaba mucho en yiddish. Iba bajando la luz del domingo, alguien comentaba algo, se hacía un silencio. Algo intercambiaban ellos que yo no entendía, era todavía chica como para que me contaran. Estaba afuera de esa convocatoria.

¿Convocatoria con un toque de fantasmas?

-Sí, una zona de mi viejo a la que yo no tenía acceso, algo había pasado en algún momento que formaba parte de su mundo interior.  Creo también que cuando llegó acá empezó a pasarla mejor, asumió esto nuevo adonde había llegado y no tenía muchas ganas de contactar con aquello anterior… Pero, claro, las cosas quedan en el cuerpo.

Y tenemos un inconsciente, querámoslo o no.

-Precisamente, lo tenemos ahí, actuando por su lado.

La cruz que ponés en escena, ¿es una cita de la cruz sobre la bicicleta de Kantor?

-La cruz me apareció en algún momento, no es una cita directa. Por supuesto, da la sensación de que todos los objetos que pongo están irradiados de distintas cosa de Kantor, pero no traté de hacer un trasvasamiento exacto sino más bien una especie de desarmar, sugestionar por la totalidad. Y que mis objetos tomaran la forma que surgiera, sin basarme en alguno en particular sino en la idea de mecanismo.

Pero la cruz sobre la estrella de David es bastante más que un mecanismo…

-Es cierto. Sabía que estaba yendo hacia algún lugar y que iba a llegar de un momento a otro. Tenía los listones, estaba haciendo unos dibujos, sabía que iba a hacer la escenografía con estas maderas, quería que se fuera moviendo y construyendo con los mismos retazos. Armándose y desarmándose. Y en un momento, como que tenía la crucifixión. Te diría que eso se ve en la obra, esa suerte de renegación con ese “personaje” que medio se mete en la obra, reniega de la estructura que propongo. Era evidente que me tenía que hacer cargo de esa idea, pero yo lo dejaba para después, no me estaba preocupando. Tenía esos listones que me encontré tirados, empecé a recoger cosas en la calle. Algunos de los objetos escenográficos tienen ese origen: por ejemplo,  la cama-aparador, uno de esos muebles de los ’60 que durante el día estaban plegados simulando un aparador, y durante la noche se desplegaban para convertirse en cama. En la obra lo usamos en las dos versiones. Este mueble lo detectaron Valentina (Pagliere) y Ángeles (Piqué) en una esquina, a pocas cuadras de mi estudio; me llamaron por teléfono para avisarme y allá fui, munida de unas sogas para ejecutar una “operación de urgencia”. Bueno, arrastré el mueble por Maure, desde Charlone hasta Roseti. Quedaron en el frente huellas de acarreo… 

¿Algo parecido a ese cartoneo sucedió con las maderas, entonces?

- Justo cuando estaba buscando unos listones me los encontré y los traje para mi casa, unas treinta maderas. Después las cambié porque algunas estaban deterioradas y me resultaban cortas. Pero empecé a mirar los listones y se me armó sola en la cabeza la imagen del Maguén David y, obviamente, ya no pude salir de ahí: era una imagen muy completa. No había caso de volver para atrás. Me imaginé una crucifixión en un Maguén David, ¿por qué no? No te creas que no pensé: van a venir los del Lubavitch, los de la Curia, quizás tironeen de un lado y del otro diciendo: “¡Es nuestra!”, “¡No, es nuestra!” (risas).

Una imagen bien shocking, extraordinaria.

-Mirá, supe que tenía que ser así, que no me lo podía cuestionar: salió de algún lugar profundo. En estas tareas, hay momentos en que hay que pensar y momentos en que no hay que pensar.

¿Esta vez lo pensó la intuición?

-Exactamente, había que dejarlo ser.


Kantor. Wielopole, Mezrich, Wielopole, en el Cultural San Martín, Sarmiento y Paraná, viernes a las 20 y sábados a las 21, hasta el 24 de junio, a $ 130.