Por Diana Fernández Irusta
En Por último, el corazón,
distopía de Margaret Atwood recientemente publicada por Salamandra, se menciona
el máximo logro de una fábrica de robots sexuales: una “muñeca” de piel,
temperatura y voz ideales, inmune a molestos desperfectos técnicos o riesgosos
cortocircuitos. El prodigioso artefacto no es otra cosa que una mujer de carne
y hueso –quedan aparte los detalles de su “reclutamiento”–, sometida a una
sofisticada tecnología neuronal, capaz no solo de borrarle la memoria,
sino también de dejarla en un estado de franca y abierta receptividad al apego.
La última etapa del tratamiento implica sumirla en un sueño profundo y
asegurarse de que, apenas despierte, vea el rostro del cliente que pagó –y muy
bien– semejante producto de lujo. Ella reaccionará “como lo hacen los patitos”,
y desarrollará un inquebrantable, abismal y entregado apego a ese hombre, lo
que –garantizan los gurúes de la firma imaginada por el humor corrosivo
de la Atwood– se traduce en un sostenido y unidireccional deseo sexual.
Aunque también la leyó y sabe que la
novela especula con que el método podría aplicarse a sujetos de cualquier sexo,
a Claudia se le tuerce la sonrisa. “La mujer ideal”, dice. Nos conocemos,
y ella sabe que yo sé que hay algo más que una pizca de amargura en su
comentario.
Era muy chica. Incluso demasiado aniñada
para los veinte años que tenía cuando su familia, por esos entuertos que
a veces tienen las familias, la puso gentilmente de patitas en la calle. Apenas
consciente de lo que en realidad le estaba pasando, Claudia terminó malviviendo
en una pensión y mal ganando un sueldo que dedicaba casi íntegramente a pagar
el hotelito… y a sostener un análisis. Porque era inmadura, le faltaban
suspicacia, astucia y algún equilibrio. Pero intuía en el psicoanálisis la
alternativa de un ancla; una maderita a la que aferrarse en medio de un mundo
que no paraba de mostrarle los dientes.
Se lo había recomendado la amiga de una
amiga psicóloga. Alguien serio, le habían dicho; vas a ver que sabe, le
aseguraron; da seminarios, lo ensalzaron. Ella vivía en Congreso y el analista
tenía su consultorio en Belgrano. Colectivo 60. Una hora de ida; una hora de
vuelta, dos veces por semana y estricta, estrictísima –y no económica, para los
recursos que manejaba la analizante–, sesión de inamovibles 20 o 30 minutos. El
profesional había dictaminado que ese era el modo, esa la dosis y que su saber
bien merecía el esfuerzo.
En cierto modo lo mereció, porque algo del
vendaval interno que desgarraba a Claudia se fue aplacando. Y sin embargo. “Me
trataba de usted –recuerda y en el gesto que sacude su cigarrillo vuelve a
tener veinte años–. Estaba sola, de vivir en una casa con losa radiante pasé a
no tener guita ni para remendar unos zapatos agujereados… Era un cachorro
asustado. Pero el señor Lacan-Freud tenía que guardar la sacrosanta distancia”.
“Bueno, por una cuestión profesional…”,
intento salvarlo. Pero ella niega con la cabeza, la amargura asomando otra vez
en la comisura de los labios. “Narcisismo”, suelta, como si quisiera plantarse
en el mismo ring que su adversario fantasma. “Era un témpano orgulloso
–insiste, con saña–, tan satisfecho en su rigor, en la limpieza de su método,
tan cómodo entre sus libritos”.
Estando aún en análisis, Claudia conoció a
un hombre que le llevaba unos cuantos años (“de manual, ¿no?”, sisea la sonrisa
amarga), comenzó a salir con él. Se casó, sin estar plenamente convencida, pero
decididamente alentada por su analista. Había que crecer de una buena vez.
Había que ser mujer. Y ser mujer, por lo que se veía, implicaba portar cierto
anillo y firmar cierta libreta.
No resultó un matrimonio feliz. A poco de
estar juntos, el deseo se apagó como se oscurece una velita endeble. Ella
seguía yendo a terapia, dos veces por semana, una hora de ida, una hora de
vuelta. En los veinte minutos de sesión intentaba indagar –por mi culpa, por mi
culpa, por mi grandísima culpa– qué le pasaba con eso. El analista nunca dio
señales de sospechar eso que ella –por mi culpa, por mi culpa– era
absolutamente incapaz de ver: que el deseo suele ser un tema de, al menos, dos.
Pasaba el tiempo. Cumplió veintiuno,
veintidós, veintitrés años. Estudiaba, trabajaba. Estaba muy correctamente
casada. Su sexualidad, clausurada.
En algún momento empezó a sospechar que
quizás el tiempo de ese análisis se había agotado. Lo planteó. “La espero el
martes”, fue la respuesta, al final de la sesión. Volvió con el tema, balbuceó
–por ese tiempo se recuerda siempre balbuceante– que tal vez era hora de
terminar. “La espero el jueves”, fue la devolución. Meses. Más meses. Hasta que
un día, en la puerta del consultorio, mientras el analista volvía a despedirse
hasta el próximo martes, le dijo que no, que ya lo había decidido, que prefería
terminar.
Entonces el témpano Lacan-Freud devino en
Zeus airado. “¿Podés creer que todavía siento la punzada de miedo ante esa
voz?”, me dice mi amiga. Porque el señor se había enojado. Aparentemente,
mucho. Y pronunció, frente a alguien que tenía la edad que tenía Claudia por
esa época, la frase letal: “¡Si usted no sigue viniendo acá, nunca se va a
recuperar de su frigidez!”
Hoy por hoy, con muchos años y otros
análisis bajo el puente, Claudia me dice que quisiera viajar en el tiempo,
abrazar a esa chica de veintipocos que alguna vez fue, darle un beso. Porque
balbuceante y temerosa como era, ese día miró de frente al analista, sonrió, le
dijo que claro, que por supuesto, que cualquier cosa lo llamaba. Mientras para
sus adentros pensaba: “A mí no me ves más el pelo, hijo de puta.”
No volvió, pero el daño estaba hecho. No
se ponen etiquetas como la que le habían puesto a ella sin que eso arrase al
portador. Siguió preguntándose si el fracaso matrimonial no habría acontecido
por su culpa, su culpa, su grandísima culpa. No le contó a nadie lo que le
había dicho el analista, pero sentía que el estigma la horadaba por dentro. Era
frígida, era una no-mujer, una ingrata incapaz de dar al varón que dormía todas
las noches con ella lo que ese varón merecía.
Pero no hay encierro, ni siquiera mental,
que dure cien años. Un buen día se separó de quien debía separarse y se cruzó
con quien debía cruzarse. Descubrió que de frigidez, nada. Y ganas de vivir,
muchas.
Pasó el tiempo. Fueron y vinieron otros
amores. Fueron y vinieron trabajos, casas, amistades. En algún momento, y pese
a aquel mal trago inicial, retomó una terapia. Entonces ocurrió lo impensable.
En el marco de una sesión, de boca de un analista varón con tanta o más
formación pero sin las poses del Zeus lacaniano, escuchó la palabra
“patriarcado”. Con naturalidad, como un elemento más para pensar cuestiones que
le estaban ocurriendo, y sin que temblara la biblioteca psicoanalítica, volvió
a decirlo: patriarcado.
Claudia, que se sabe neurótica, que se
sabe herida, escuchó la palabra que nunca se habría animado a pronunciar por
sus propios medios. “Que te puedan ver más allá de la histeria y la obsesión y
de cómo lo querías a papá y competías con mamá, ¿entendés?”, me dice. Y claro
que la entiendo. Cómo no entender lo liberador de ponerle el cascabel a eso que
nos atraviesa a hombres y mujeres: esa ponzoña ancestral y secreta, esa
insistencia en volvernos seres un poco menos humanos, un poco más
–¿diría la Atwood?- parecidos a correctos y eficientes robotitos.