El color que cayó de la corte de Luis XV

Por Guadalupe Treibel

Ay, rosa, rosa, tan maravilloso: pide lo que quieras pero nunca pidas que este amor se muera; si algo ha de morir, morirá Sandro por ti. Y no morirán los intentos por desvincularlo de la gramática cursi, de lo débil, lo suave, lo infantil… Estereotipos, colmo de la arbitraria convención, de cortísima data.

Ya el pasado año, el mandamás del color –léase Pantone- decretó que su versión “cuarzo” sería la tonalidad del año, y a esa variedad se abocaron colecciones del Emporio Armani, de Carolina Herrera, de Alexander McQueen, de Bora Aksu. El furor por el rosa, empero, no aminoró su reivindicado paso por pasarelas y costuras, y acabó dominando también este 2017, según vitorean especialistas, rendidos ante la amplia gama que ofrece: desde el fucsia y el magenta hasta sus alternativas chicle, viejo, vibrante, palo, flúor, pastel. Incluso ha estelarizado insumisos eventos; y no nos referimos –precisamente- a haber hecho inesperado binomio ¡con el rojo! en piezas de Valentino, Attico o Molly Goddard. Más bien a haberse vuelto marca registrada gracias a la pilcha más revolucionaria de los últimos tiempos: el afamado Pussy Hat, símbolo en Estados Unidos del movimiento por los derechos de la mujer.



Conforme cuenta el cuento, antes de que su uso prendiera la chicharra de “liviandad” y “trivialización” (un claro ejemplo: la periodista Petula Dvorak criticó el extendido uso de rosa en la Marcha de las Mujeres, esgrimiendo que los rozagantes Pussy Hats banalizaban tópicos tan serios como los derechos reproductivos y la equidad salarial), otro era el sentido que corría para el rosa. Asociado al rojo, de hecho, refería a la sangre y el vigor. Yes, rosa masculino, rosa guerra, rosa coraje, rosa heroísmo. Amén de sumergirnos en sus enrevesadas batallas, un petit recuento de su historia…


Madame de Pompadour
Aun cuando en el Renacimiento era habitual que Cristo fuera retratado vistiendo rosados ropajes, símbolo de inocencia y seno materno, el primer momento de estrellato de este color fue durante el período Rococó, en Europa: cuando se volvió genuino favorito en alta costura, vajilla y románticas obras (de Jean-Antoine Watteau, de Jean-Honoré Fragonard). Madame de Pompadour, célebre amante de Luis XV –tan afín al champán que su seno habría modelado las famosas copas- era expresa flechada del rosado; y a la par que oficiaba de madrina de las artes, la ciencia y la literatura, vestía el adorado color. Y bebía y comía de tacitas y platitos a tono, habiendo encargado a Sèvres sets de porcelana en una gama que, como corresponde, fue eternizado “Rosa Pompadour”. Por aquellos años, bien vale señalar, no se trataba de un color asociado al género femenino: era, en todo caso, implicancia de estilo y lujo. De hecho, según ha declarado la historiadora de moda Valerie Steele, “en el siglo XVIII, era perfectamente masculino para un varón usar un traje de seda rosado con bordados florales”. Se trataba, después de todo, de una versión pálida del rojo, y se lo comprendía audaz, incluso belicoso, con asociaciones militares.

“Lo que es aún más sorprendente es que el celeste –virtual sinónimo en tiempos modernos de ‘¡Es un varón!’- estuvo fuertemente vinculado a las niñas hasta poco después de la Segunda Guerra Mundial”, anota el sitio Hyperallergic, que retoma el trabajo editorial de la socióloga Jo B. Paoletti, Pink and Blue: Telling the Boys from the Girls in America, para trazar la cronología del color y el género en la ropa infantil, advirtiendo que durante la mayor parte del siglo XIX la vasta mayoría de los párvulos –independientemente de su sexo- vestía de blanco. Por razones relativamente prácticas, es cierto, en tanto el constante hervir y blanquear de pilcha, amén de mantenerla impoluta, borraba cualquier costosa tintura de época. Por otra parte, razón segunda, “la ambigüedad de género en los bebés no era considerada un problema que debía resolverse con una bandita en la cabeza codificada por colores; era vista como una virtud que debía ser apreciada y protegida. El género era entendido como un atributo de la sexualidad adulta, tabú en el contexto de los menores”, suma la citada publicación.

Y explica que el cambio de paradigma no sucedió de la noche a la mañana. Acorde a la escritora Paoletti, “evolucionó con el correr de las décadas. Los fabricantes de prendas de vestir hicieron todo lo posible para anticipar estas opciones antes que sus competidores, y para moldear esas opciones amén de volverlas más previsibles y rentables”. Empresa que llevó añares, visto y considerando que con la explosión del color a comienzos del siglo 20, no había unanimidad en su uso. Cada padre elegía lo que lucía mejor en su purrete/a, fuera verde, amarillo, rojo, celeste… En los orfelinatos franceses, por caso, se usaba el azul para los niños, el rosa para las nenas, mientras que en Bélgica, Suiza y Alemania regía contraria elección.

Mamie Eisenhower
Tampoco era nuestro protagonista denostado por la alta costura, como pone de manifiesto el rosa shocking de la modista y artista surrealista Elsa Schiaparelli, que revolucionó los 30s, y al que la provocadora damisela entendía como "creador de vida, como toda la luz y todas las aves y los peces del mundo unidos en un solo ser, un color de China y Perú, pero no de Occidente. Un color impactante, puro y sin diluir". Un color para tener cuidado…


“Existen innumerables teorías en torno a cómo llegó el rosa a establecerse como color femenino. Una especulación atribuye su popularidad a la Primera Dama Lady Mamie Eisenhower quien, al igual que Schiaparelli y Madame Pompadour, estaba obsesionada con él. Por ejemplo, llevó un traje color rosa fresa adornado con más de 2 mil cristales al baile presidencial inaugural de 1953. Y se dice que decoró la Casa Blanca tan concienzudamente con elementos rosas que los periodistas empezaron a referirse a ella como ‘El Palacio Rosa’. El color ‘rosa Mamie’ estaba por todas partes, especialmente en la cultura de consumo, conforme electrodomésticos rosas, teléfonos rosas, prendas de vestir rosas y juguetes rosas comenzaron a inundar el mercado y a anunciarse —para sorpresa de nadie— exclusivamente para mujeres y niñas”, recuenta la publicación Vice, esgrimiendo cómo Mamie devino arquetipo de ama de casa de los 50s, modelo a seguir por cualquier dama de bien que se jactase de tal. Dama de bien que, como la First Lady, debía entregarse orgullosa a la tarea impuesta de mantener el hogar impecable –y las chuletas de cerdo a punto de cocción preciso- mientras el varón salía a laburar.

Y así la suerte estuvo echada para el rosa, que no solo se volvió indeleble signo de feminidad: se convirtió en equivalente a “niñita”, a mujer subdesarrollada, a infantilismo, banalidad… Las amas de casa, después de todo, no eran vistas como personas verdaderamente adultas sino extensiones dependientes -floreros- de sus maridos.

Cuestión que llegados los 80s, poco queda para la discusión en materia de convención y, como por arte de “magia”, habemus distinción naturalizada, y claro, estigmatizada. Lo cual –en miras de reiterados estudios- no deja de ser tontolón. En principio porque, según la profesora de Biología y Estudios de género de la Universidad Brown Anne Fausto-Sterling, los niños con menos dos años -ellas y ellos- prefieren colores intensos como el azul o el rojo, ni los suaves ni los pastel… Y como publica el diario El País, “hay un estudio, solo uno, que sugiere que las mujeres prefieren los tonos rojos, liláceos y rosados, al haber sido ellas las encargadas de recolectar fruta hace miles de años, y porque además sería útil para observar cambios de tono en la piel de sus hijos y detectar una posible fiebre”. Implicaciones, anotará el diario, “meramente especulativas: el estudio identifica preferencias y no habilidades perceptivas, y también recuerda que el color favorito de la mayoría de personas (hombres y mujeres) es el azul, lo que estaría relacionado, al parecer, con la importancia que tuvieron para nosotros el cielo claro y las aguas azules y limpias”.

Y es que, según Eva Heller (Psicología del color), los gustos femeninos y los gustos masculinos no distan demasiado, favoreciendo el rojo, el verde, el azul, en detrimento del marrón, del gris, del rosa. Aunque, observa el periodista Jaime Rubio, esto último podría deberse a que el rosa ya se asociaría a los prejuicios que rodean al mentado color…

Gulabi Gang
Prejuicio combatido por, citando un aguerrido caso, el eléctrico uniforme de la Gulabi Gang (o Pandilla Rosa), grupo de mujeres vigilantes que, armadas con palos, persiguen a violadores y abusadores en India. O bien por el colectivo LGBTI, que antaño subvirtió el triángulo rosa utilizado para “marcar” a homosexuales en campos de concentración nazis, y se apropió de forma y color para resignificar lucha, dignidad, protesta, dando por tierra esto de empatar el rosa con sensiblería, debilidad, sumisión. O los mencionados Pussy Hats, que inundaron Washington y otras ciudades yanquis como un mar rosa, para albricias de sus creadoras, Krista Suh y Jayna Zweiman, que escogieron la paleta porque es “descaradamente femenina y celebramos la fortaleza de lo femenino”, y porque “como feministas, podemos vestir lo que nos venga en santísima gana”.

Para la periodista Sarah Archer, de Hyperallergic, consciente de las maquinaciones alrededor del color rosado, “bien nos haría como sociedad exorcizar el impulso por denigrar este color ‘infantil’”, por sacudirnos las nocivas nociones que lo envuelven: “Puesto que su primo hermano, el rojo, es el color de la guerra, me gusta pensar que el rosa podría convertirse en el tono de la batalla no violenta, y que aprender a abrazarlo puede ser un primer paso muy pequeño para terminar la guerra contra las mujeres para siempre”.