Por Silvina Quintans
Escribo estas líneas mientras decido si
iré a la reunión de egresadas de la escuela primaria. Hace unos días apareció
en mi whatsapp un grupo llamado “Reunión solo chicas” con el ícono de tres
muchachas dibujadas con líneas esbeltas en pleno brindis. Pasaron 40 años
desde la última vez que nos vimos, así que el apelativo “chicas” y el ícono que
nos representa suenan a mimo o a ironía. Si bien la escuela era mixta, en este
caso la convocatoria se reduce al grupo de mujeres.
Hay memorias que guardamos petrificadas
como monumentos. La infancia es un paisaje poblado de figuras inmóviles, como
aquellas estatuas que están plantadas en una plaza que miramos sin ver cada vez
que pasamos, pero que forman parte de la identidad del lugar. En aquel paisaje
los compañeros de colegio tendrán siempre rostros infantiles, se identificarán
por el apellido, y llevarán alguna etiqueta, apodo o marca distintiva. Mi
marca fue la timidez.
¿Qué pasaría si aquellas estatuas se
pusieran en movimiento? ¿Cambiaría la percepción de la infancia? ¿No será mejor
dejar el pasado y sus monumentos en paz? ¿Debería resguardar las estatuas del
paso del tiempo? ¿Dejaría de ser quien soy si se moviera alguna de las
piezas de ese rompecabezas? ¿Tendré que rendir examen de mi propia
vida? ¿Quedó alguna asignatura pendiente que deba saldar? ¿Vale la pena
reflotar amistades después de tantos años?
Hasta hace poco, organizar estas reuniones
llevaba mucho trabajo. Las emprendedoras debían hurgar en espesas guías
telefónicas, investigar domicilios, sumergirse en intrincadas redes familiares
y agotar saliva en estampillas. Pero la magia de las redes sociales redujo los
grados de separación a unos pocos clics y allí está el whatsapp para
atestiguarlo.
Hace ocho años abrí mi cuenta de facebook,
una novedad que por entonces parecía de ciencia ficción. La red social terminó
con la nostalgia que envolvía episodios de nuestras vidas para resucitarlos con
pasmosa vitalidad. La primera vez que me contactó una compañera de la primaria
pasé varias noches casi sin dormir, era una etapa de la que guardaba recuerdos
ambiguos. Acepté la solicitud y a los pocos minutos aparecieron compañeros que
desempolvaron recuerdos y me ayudaron a reconstruir algunas historias. Lo más
impactante fue reconocerme en las fotos del viaje de egresados y de los actos
escolares que habían subido a las redes.
Por aquel entonces también reaparecieron
mis compañeras de secundaria que estaban organizando una reunión. Dudé mucho
antes de ir, pero como mis mejores amigas pertenecen a ese grupo,
decidimos concurrir las cuatro y hacer frente juntas al paso del tiempo.
De aquella reunión surgió el libro Ser
madre después de los 40, historias reales de las nuevas maternidades que
escribimos con Patricia Iacovone. Estos son los primeros párrafos del prólogo:
Las ideas surgen a veces donde uno menos
lo imagina. En este caso, de una de aquellas reuniones de egresadas de la escuela
secundaria que –facebook mediante– logran unir a personas con muy pocas cosas
en común, salvo los cada vez más lejanos años de la adolescencia.
Lo cierto es que, sin demasiadas
expectativas y previo paso por la peluquería, una llega al restaurante dispuesta
a resucitar viejas anécdotas, apurar algún trago, armar un relato lineal y
exitoso sobre su propia vida, y escuchar otros igualmente superficiales.
La noche avanza y, entre bocado y bocado,
comienzan a despuntar historias de amores, desamores, viajes, luchas, logros y
desencantos. Historias de madres e hijos, de familias muy distintas de aquellas
que figuraban en los libros de texto, ya amarillentos. Recorridos únicos que
cada una fue armando, con esa mezcla de azar y voluntad que moldea la vida. Es
entonces cuando aquellas adolescentes ruidosas se convierten en mujeres cada
vez más alejadas de los estereotipos.
La noche sigue hasta que deja de ser noche
en un café de la esquina. Las historias flotan, rebotan y estallan entre las
paredes del bar. El tema de la maternidad atraviesa a estas mujeres de más de
40, que construyeron sus familias fuera de los moldes que habían recibido.
Modelos que se despliegan en un abanico que ni siquiera habíamos podido
vislumbrar en aquellos años de delantales con tablas, vinchas y medias tres
cuartos.
Aquella noche fue inolvidable y terminó
generando la idea de un libro. ¿Por qué no pasaría lo mismo con mis compañeras
de primaria?
Se acerca el día y las chicas van haciendo
una cuenta regresiva en el grupo de whatsapp. Hay mucha expectativa por este
encuentro que reunirá a las que continuaron con la relación, con otras que
tomamos caminos diferentes. Cada mañana recibo un cartelito de buenos deseos
que reaviva la convocatoria hasta que llega el Dia D. Decido ir.
Después de 40 años me gustaría aparecer en
mi mejor versión, pero esta vez no será posible: el almuerzo de madres del
colegio se extendió y ya no queda tiempo de pasar por casa a cambiarme. Bajo
del subte en la estación Carranza y empiezo a desandar las diez cuadras que
llevan al lugar donde se hará la reunión. Camino a paso lento mientras repaso
anécdotas y edito mentalmente las caras congeladas a los 12 años. Todavía puedo
arrepentirme.
Me pregunto si la Señorita Olga, nuestra
maestra de cuarto, sexto y séptimo grado también estará invitada. Figura
fundamental en mi vida, la Señorita fue quien atravesó el velo de mi timidez
alentándome a escribir. Amante de la literatura y la gramática, nos había
enseñado el poder de las palabras a través de los poemas de García Lorca, de
los cuentos de Borges y Horacio Quiroga, de las potentes historias de Mauro de
Vasconcelos. Y aunque mi relación con ella se cortó durante muchos años, siguió
acompañándome en cada decisión importante que tomaba. Una parte de mí se definía
por la confianza que me había devuelto su mirada.
Acelero los pasos por antiguas geografías:
los talleres mecánicos y fábricas abandonadas de Palermo se convirtieron en
modernos barcitos, tiendas de diseño y anticuarios. Paula abre la puerta de vidrio
y es emocionante descubrir cómo después de tantos años sigue existiendo una
niña en su mirada. Es como si una foto se superpusiera sobre otra y el punto de
coincidencia fueran los ojos. La Señorita Olga es la primera persona a la que
veo y nos damos un largo abrazo. Coqueta, bella, culta, su tonada cordobesa
es el arrullo de la infancia. Y también estará Claudia, mi
compañera de banco y amiga que todavía tiene pocitos en las mejillas; la
generosa Gilda, que cuidó cada detalle del encuentro; Verónica, la de los ojos
transparentes, y todas las nenas de las fotos convertidas en mujeres.
Hay té, café, tortas caseras, souvenires,
fotos, risas, lágrimas, palabras. Durante horas vamos hilvanando historias,
deconstruyendo el pasado, cubriendo los baches de la memoria. Hijos,
matrimonios, familia, profesiones, un desfile en el que cada una fue
encontrando su destino. Vidas que se despliegan como películas superpuestas.
No sé si surgirá un libro de este
encuentro, si servirá para revivir antiguas amistades o para reeditar historias
comunes, pero no me arrepiento de haber ido. Es una dulce manera de poner la
vida en perspectiva, de descubrir que las personas son más valiosas que las
estatuas, que los afectos pueden permanecer intactos, que la gente puede cambiar,
que las raíces de aquello que somos son hondas y que están plantadas en el
territorio que llamamos infancia.