Por María Emilia Franchignoni
Así, como si nada, de una día para otro: ¡puff! Desaparecieron
todos los malestares como por arte de magia. No es casualidad ni intercesión
divina, sino que este súbito cambio de estado responde, aparentemente, a una
evolución bastante común del embarazo. Algo que generalmente –me entero- se
conoce como “la energía del segundo trimestre” (No quiero ser pesimista o
aguafiestas a esta altura del escrito, pero mi vocecita interna no puede dejar
de susurrarme ante ese eslogan tan poco original y, a la luz de la reciente
experiencia vivida: ¿Qué me deparará el tercer trimestre, entonces?).
En fin, nada me importa, solo este presente enérgico,
vibrante, luminoso, esperanzado, con pensamientos divinos y… omnipotencia.
¡Ups! Es que nada puede detenerme ahora que los primeros miedos ya pasaron: la
pérdida del bebé, los exámenes y diagnósticos iniciales, la seguridad del
hábitat en el que reside el proyecto de ser humano que me acompaña a todas
horas y, por sobre todas las cosas, el hecho nada menor de haber pasado de
arrastrarme por los recovecos de mi casa como si fuese una piltrafa, a recorrer
los cien barrios porteños - panza a cuestas - como una topadora en pleno
despliegue.
¡Qué hermosa sensación! Nunca me había sentido tan plena e
impune: cruzo la calle sin molestarme siquiera en mirar a un solo costado, paso
por las salidas de los garajes que aturden con sus sirenas sin el menor
sobresalto, manejo largas distancias sola en mi auto y ajusticio verbalmente
sin ningún tipo de pudor a todos aquellos conductores que quieren amedrentarme
con sus maniobras temerarias.
Es que ¡no contaban con mi coraje! O mejor dicho, con la
azarosa sensatez de familiares y transeúntes que, por misteriosa obra del
destino, aparecen como un rayo en estas situaciones y me arrastran del brazo
justo antes de pisar la avenida, me empujan hacia atrás antes de que el
estacionamiento escupa su próximo auto y me sermonean durante largos ratos
acerca de la sobre-exposición a la que estoy sometiendo a mi futuro hijo.
Pequeño detalle que no mencioné, la ecografía confirmó - para mi escasa sorpresa
- que voy a tener un varoncito, y enseguida pienso que por primera y
quizá única vez en mi vida, voy a tener pito.
Lo que quiero decir es que en el lapso de unas pocas
semanas, pasé de vivir en estado de alerta a la más absoluta inconciencia. Mi
hermano lo llama “modo supervivencia”, ya que de golpe y porrazo desarrollé una
asombrosa inmunidad a todas las situaciones que en mi vida corriente me
generaban la mar de preocupaciones y exacerbados grados de estrés. Por mi
parte, hoy siento que llegamos vivos a esta altura de casualidad.
No soy yo, ¡es el cerebro, estúpido!
No soy fan de las neurociencias, menos aún de la moda actual
que intenta reducirnos a todos a una desdibujada caricatura de nosotros mismos:
nos han convertido a fuerza de best-sellers en sofisticados
cerebros con patas que andamos por la vida respondiendo a los más variados
estímulos. Sin embargo, al parecer, según algunas publicaciones recientes, los
cambios que estoy sintiendo tienen un correlato neurológico. En estos artículos
de divulgación, los especialistas afirman con toda seguridad y en fundada
coincidencia, que el cerebro de la mujer al convertirse en madre, cambia.
De acuerdo con estos estudios, la materia gris del cerebro
va desapareciendo de varias áreas durante el proceso del embarazo, justamente
-¡oh, casualidad!- aquellas relacionadas con la empatía. O sea, esto
explicaría porqué hoy mi tercer nombre es “La Roca” y a qué se debe la
progresiva pérdida de sensibilidad con la miseria ajena. Evidentemente, mi
transformación no es fruto del azar y como todo acontecimiento biológico desde
Darwin para acá, tiene su explicación en la teoría evolutiva, en cuestiones de
adaptación. Claro es que estas modificaciones tienen un objetivo: optimizar
funciones antes soterradas. Aquellas relacionadas a interpretar los estados
mentales de la futura criatura, cuyas escasas habilidades comunicacionales se
reducen a estridentes gritos y llantos prolongados, o a detectar posibles
amenazas de su entorno. En otras palabras, si bien las mujeres podemos
con casi todo, evidentemente con todo no podemos, y cortamos
la conexión con los demás para poder conectar con nuestro bebé que, obviamente,
es mucho más importante que el resto del mundo. Ahora entiendo por qué miro con
cierto humor en los noticieros las peleas entre Corea del Norte y Trump, y me
tomo con tanta liviandad –entre otras recientes novedades locales e
internacionales – la posibilidad de una guerra nuclear y la extinción de toda
la especie humana. Eso sí, pienso en mi hijo, y se me estruja el corazón. ¡Con
el nene no, eh!
A esto le llaman –para seguir con las metáforas
biologicistas- “poda neuronal” y eso me deprime un poco. No me gusta perder
parte de lo que era. Sin embargo, crisis puede ser oportunidad y las
investigaciones se encargan de demostrar que estos cambios también hacen que el
cerebro se vuelva más emocional, para favorecer la decodificación de gestos y
expresiones faciales del niño y así determinar mejor sus necesidades. Pero esto
no es todo amigas, los resultados aseguran que hay altas probabilidades de que
la memoria mejore después del parto. No sé qué significará eso para mi memoria
habitual de elefante, pero imagino que de aquí a unos meses dejaré de vivir mi
vida para convertirme en Funes, la memoriosa.
Resta solamente una pequeñísima nota al pie: estas
alteraciones no son tan pasajeras como parecería a primera vista, hay evidencia
científica que demuestra que estas variaciones perduran en la madre hasta dos
años después del parto. Período de gracia, me digo, mi hijo y mi cerebro han
llegado para cambiarme y convertirme en esta especie de amazona urbana, pichona
de Beatrix Kiddo, katana en mano que acecha las calles del conurbano bonaerense
sin temor a enfrentamientos intimidantes con extraños. Es momento de soltar
advertencia entonces: cuidado con todos aquellos que osen cruzarse en mi
camino, la que avisa no traiciona.