Por Fernando Noy
Ilustración Juliana Rosato |
Nadie se habrá enterado de que detuve el taxi y me bajé al ver esa
enorme valija abandonada entre el basurero de una esquina, junto a un
gran bolso de mimbre repleto de revistas. Como siempre, el tachero me esquilmó,
pero valía la pena pagar por el peso de esta emoción crispándome los
dientes. Intuía llevar un tesoro imprevisible, tal vez varios lingotes de oro o
cabezas de estatuas antiguas recién decapitadas. Pero nada de eso. Al llegar a
mi casa, el inventario, por así decirlo, se inicia con algunos catálogos de
viaje que nadie nunca hizo. Lo primero que aparece al abrir, casi como un
vomito de excesos, es el mantelito celeste y blanco algo sucio, bordado
de nubes, donde reza "Volando Argentina" sobre el
sepia amarronado papel del suplemento dominical. En la portada, obvio, la
familiar figura de nuestro gran Teatro Colón. Dentro del inmenso
ejemplar se ve de todo. Hay canchas de futbol alfombradas, la foca de
Valdés, el eterno obelisco ensamblado en bruma retocada. Por supuesto,
la antigua Playa Bristol con su arena de alfajor.
El mismo loro autómata anunciando el “five o'clock tea” que alguna
vez miramos en Villa Carlos Paz. Veo otro modelo de aeronave, o sea, el jet a
Puerto Blest, a la derecha de la promo del Llao Llao. El teleférico del
Cerro Otto; gauchos muy chics fumando Dunhill, y dale con los mismos zainos y
otra vez la salamandra de chivo asado sobre piedras a su vez ardidas en la
hoguera que no aparece para no quemar la hoja. Ahora hay una flota en
la cumbre del Glaciar Perito Moreno esponsoreada por Miss Dior, el
mismo perfume que ella constantemente usaba.
Al recordarlo dan ganas de lamer los rulos desayunando a medianoche
con champagne y ya que estamos también pasar tu lengua sobre la foto
del portentoso trasero chorreando agua salvaje, en erizante posición,
con toalla blanca bien ladeada para los caballeros que usen esa
marca.
En la página siguiente pareciera saltar un gran diseño de alguien
con los ojos extasiados en la selva cual tucanes que usan ruedas en
sus patas y como alas, el anagrama de un logo navideño. Hay perros en la
nieve, falsamente encadenados en goznes de telgopor señalando las cuevas de
agua mineral. No se ven vides, solo botellas de vino cubiertos por la espuma
símil nieve blanca y esos dos pares de esquíes entrecruzados sobre una piedra
vaya a saber por qué, quizás simplemente simbolizando el brindis del
amor, antigua marca.
La valija también trae inauditos manjares de cartón, además
de una eternamente abierta rosa algo morada, en la puerta de una suite a
precios ultra caros, informando el menú con delicias indecibles
siempre regados por cosechas típicamente argentinas, por supuesto. Y de postre,
servido por la señorita que en vez de blanco esta toda de beige, bandeja y
torta de algarroba en forma de corazón que siempre traen desde Iruya,
esa hostería que queda ya pasando la selva del Tabaco, un poco
después del Viaducto de La Polvorilla.
Hay diversos anunciantes por doquier. En cambio, se entiende
claramente ese pingüino almirante con sus esmeraldos Kools mentolados y
ahora vemos el recoveco de Villa Nougués en pleno Tucumán donde se
exporta todo azúcar y bastante más al Norte van las tres llamas
que duermen andando rumbo al puente del Diablo sobre el que un conjunto de
músicos del altiplano lamentablemente no se oye, pero se puede
ver en plena serenata del crepúsculo mostaza, pimentoso. Nunca visto.
Página siguiente, la aún novedosa tarjeta avisando lo evidente: “En
estas imágenes están todas las claves de un viaje para la imaginación”.
Veo una especie de máquina IBM, todavía modernísima, muy contradictora
ya que pareciera computar para volver eternos ciertos temas, pero en
realidad crea la fabulosa amnesia como una especie de inesperada
sustancia prometida.
Y el resto es casi nulo, solo quedan suplementos de fútbol en Kodak
Color junto al sobre y los guantes de carpincho algo apolillados, además
del catatal de postales con el mismo te amo y te amo repetido hasta el
hartazgo. Letra y remito al domicilio tan, tan cercano. Más
que vecinos.
Ahora, sorprendido, descubro dos libros de cocina relucientes,
nunca abiertos, con aplastados moños Ribonette, y luego el póster que
ordena “Juegue limpio con nuestra Buenos Aires” y otro, más pequeño y nefasto:
“Los argentinos somos derechos y humanos”.
Antes se había caído de la parva esa especie de cuaderno repleto con
firmas y notificaciones colegiales fechado en 1966, justo también el mismo año
en que dejara mis estudios.
Hay otra caja, negra, muy menor, atada con nudos marineros que por
suerte conozco y voy abriendo para que salga la insólita pero al fin
apetecible muñeca inflable Made in Japón. Con sus ropitas sexys
debajo del retrato de Marilyn Monroe autografiado por correo. Todo
mentira, estrategia de prensa en los primeros tiempos.
Una enorme libreta con la oración al Niño Dios escrita hasta mil veces
por castigo por algo evidentemente abominable, indigno de escribir o
pronunciar. Peor que nada. Desde sus páginas caen a granel estampas de
santos que se mantenían ocultas; ser santo no excluye la
timidez. Detrás de una leo la definición de Portezuelo, o sea: la
Virgen de la Puerta del Cielo. Descubro también un boletín en
francés, además del frasco inmenso de Turmix que anuncia la inminente
alimentación científica en grajeas, para ahorrar simplemente nada menos
que tiempo.
Hay otra caja con fotos pornográficas, por algo tan enrollada con durex.
Un voucher para canjear ese premio ganado de dos semanas en París, ya
vencido.
Intacto el velo de novia con marcas de rouge, sangre labial de
fiera apasionada.
La inscripción en camafeo de carey: “Cuan bello y noble sos, amado mío”.
Y el colmo, una pandereta que se mueve sola con dos patos dibujados en el
centro.
Entretanto, a causa del imprevisto viento, vuelan diversas
tarjetas de presentación de alguien que, como yo, también se llama Joaquín y
evidentemente debió tragar todo el contenido de ese montón de frascos marrones
con nombres imposibles, además tanta bijouterie barata mezclada con las
grageas. La misma repetida foto en un carnet de martilleros y otros
documentos con exceso de luz - tiempo como un halo sobre la cabeza.
Mares de ampollas cristalinas resquebrajándose sobre el durísimo
frasco de sulfatiazol. Dentro de unas medias de red negras, como debe ser,
el más pequeño ponny que por supuesto está vivo, asomando sus
orejas por cada hueco en la colmena improvisada. Ya es un delirio. Y
pretendo ser real, hiperreal.
Encuentro un exvoto tipo piernita suelta de plástico imitando
marfil. Otro recuerdo de aquella caída que casualmente también nos hizo cojos.
Varias cucharotas plásticas sin usar, papel para tabaco con
estrellitas.
Alguien ha tosido y mucho sobre la mata indispensable de algodón y los
pañuelos descartables.
Una medalla al mérito por cumplir con cierta cruzada antituberculosis y
el vasito para baño ocular entre alfileres, limas, agujas.
Desde otro frasco oscuro, salta un montoncito de viejísimas cenizas
con colillas malolientes que seguramente ese Joaquín habrá escondido de sus
médicos. Tiene pegada quizás como identificación, con engrudo, una
viva imagen del Tamborcito de Tacuarí.
Aparece otra postal lujosa satinada que, como siempre, no recuerda
temporal semejante. Cada invierno es el peor de todos; sin hablar de los
veranos año tras año más cada vez más insoportables. Qué ganas de huir,
golondrina de hielo.
Vuelco esa queja como eslogan en un resto de serpentinas usadas, pomos
agujereados, papel picado y la caricatura del que al fin se fue.
Ahora, casi espantado, vuelvo a oír la tos, toda su tos final que en
verdad nada pesaba entre tanto exceso de equipaje.
A lo lejos, alguien aporrea un tambor.
¿Serías… yo?
Para Damiselas en Apuros de su galán andrógino,
Fernando Noy