Fotos y texto: Guadalupe Treibel
Todo el espectro fantasmal en bóvedas, nichos, flores,
escasos visitantes… Y yo buscando en vano rasgos del legendario ahorcado del
camposanto. Ni siquiera encuentro lloronas de negro: apenas algunos pocos
civiles con ropa de todos los días, remisos a fregar las tumbas como las
manchegas de Almodóvar (¿Vieron con qué entusiasmo hacen sus lápidas brillar en
los primeros minutos de Volver?). Así y todo, qué bien le sienta la
muerte al cementerio de Chacarita. Nada que envidiarle al peripuesto Recoleta.
Llego en subte línea rojo sangre, y me topo con calma de
ultratumba, de esa que invita a reflexiones profundas. Por caso: “¿Habrá
conexión wi-fi?” No me opondría a improvisar aquí una oficinita al aire libre,
con vecinos tan respetuosos. Puro silencio en esta callada tierra de nadie,
casi un contrasentido para las que supieron ser ilustres y yacen en algún
rincón de estas casi 100 hectáreas: Merello, Epumer, Gilda. Si no fuera por la
horda de mosquitos-vampiro o un par de canes chumbadores, este sitio sería
perfecto.  
Tengo el olfato resentido y, para más INRI, la amiga que me
acompaña protesta por el fétido tufillo que brota de las distintas
instalaciones y piensa en voz alta cuánto mejor el ritual tibetano, que deja
que aves carroñeras se encarguen de los muertos en picos de montañas ¿Sabrá que
los familiares trozan a los fallecidos para allanarle el laburo a los pájaros…?
No digo nada, ella también tiene derecho a su idealización. 
Y las dos nos engolosinamos con las columnas ampulosas
(¿dóricas?, ¿jónicas?, ¿corintias?, evocamos inesperadamente el colegio
primario), los detalles ornamentales art nouveau y art déco, los mausoleos, las
esculturas de ángeles y vírgenes, las galerías subterráneas, los templetes
¿modernistas?, ¿brutalistas? diseñados -me desayuno- por un joven Clorindo
Testa, las crucecitas torcidas, las flores artificiales, las tumbas abiertas,
la tierra, los… ¡Uy! ¿Quién me tocó el tobillo? Una raíz, solo una raíz que
bien podría ser de mandrágora…
Como lo uno vive de lo otro, sí existen las alucinadas
construcciones (hechas con la ingenuidad de quien cree que está haciendo una
obra de arte) que conviven armónicamente con fragmentos de un jardín salvaje.
Porque sí que hay verde, verde, verde. Verde rústico como los nichos partidos,
los techos que gotean, los ascensores rotos, el agua estancada…
El tiempo, gran escultor, diría Yourcenar, le ha dado
carácter a esta ciudad paralela de los muertos, una de las más populosas del
mundo. Inesperadamente bella en su crepúsculo. En su condena. Porque, según mi
viejo, ducho en saberes chacaritenses, “ya no hay idea de perpetuidad”, “tiene
los días contados”. Él, por cierto, ya se aseguró residencia posmórtem; compró
una bóveda en la zona que pertenece a los evangélicos alemanes. El contrato es
por 100 años, garantiza uso y mantenimiento, tiene un metro de altura y un
metro de profundidad, la puerta -horizontal- está en el techo, y entran 6
féretros, 18 reducciones óseas. Reducción no es cremación, según parece, pero
les ahorro los detalles. Pongamos por delicadeza…

