Por Moira Soto
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Si en 1959 Simone de Beauvoir
publicó en inglés un ensayo –no demasiado brillante- sobre Brigitte Bardot (The
Lolyta Syndrome), en 1961 Alberto Moravia -por encargo de la
revista Esquire- le hizo una larga y original entrevista a la
ascendente Claudia Cardinale, por ese entonces de 23.
Pocos años separaban a BB
(1934) de CC (1938). La francesa Bardot se convirtió, en los ’50 y los ’60 del
siglo 20, en mito erótico mundial e icono de la moda; y llegó a trabajar con
Louis Malle y Jean-Luc Godard mucho antes de convertirse en una señora
malhumorada, defensora de las focas pero cada vez más reaccionaria
políticamente, racista y homofóbica. De Beauvoir la describió en su breve
ensayo, editado con numerosas fotos, como “una fuerza de la naturaleza,
peligrosa mientras se mantenga indomable (…). Ni perversa ni rebelde ni
inmoral. Por eso, la moral no tiene chance con ella”. Brigitte Bardot, con
estudios de danza, dio sus primeros pasos en el cine todavía adolescente. Y si
bien encontró en el guionista y director Roger Vadim a una suerte de Pigmalión
que supo ver su carismático potencial y la propulsó al estrellato, la verdad es
que BB hizo pocas películas con el futuro hacedor (y marido) de Barbarella
(Jane Fonda).
A Claudia Cardinale la
celebridad le llegó casi por azar. O mejor dicho, por decisión de productores
como Franco Cristaldi que advirtieron el magnetismo de esa muchacha tunecina
(de familia siciliana, para más datos), alta, turgente, de una belleza fresca,
por completo irresistible cuando sonreía. Algún concurso casual la había
llevado a la primera plana de los diarios locales cuando fue fichada como una
posible maggiorata (es decir, una continuadora de aquellas
divas pulposas, de la posguerra, como Silvana Pampanini, Sofía Loren, Gina
Lollobrigida…). Y esa chica de apenas 20 fue presionada por el sistema de la
industria del cine para que guardase un secreto: Patrizio, su hijito de 2 años,
fruto de una violación.
Finalizaba la década del ’50 y
Claudia, empujada por la necesidad de ganar dinero para criar a su niño en las
mejores condiciones, firmó bajo esas condiciones un férreo contrato por 7 años,
en el estilo del Hollywood de la llamada Edad de oro. “Muy joven e inexperta,
en una época todavía bastante hipócrita”, declararía CC muchos años después en
París, ciudad que eligió para residir, “me avine a la imposición de los
productores de hacer pasar a mi hijo por mi hermanito. Más tarde, me reproché
amargamente haber consentido ese trato. Pero traje sola al mundo a
Patrizio, por mi propia decisión, lo amé y lo tuve siempre conmigo mientras
hizo falta”.
Por su talento natural, por su
plasticidad y fotogenia, por su buena estrella in somma, Claudia
Cardinale desarrolló una trayectoria fílmica más intensa, rica y variada que la
de Brigitte Bardot. A partir de su debut, trabajó con los más grandes artistas
de los ’60 y los ’70 (de Fellini a Visconti, de Zurlini a Leone, sin olvidar al
Herzog de los ’80). Filmó mucho en Italia, pero también en Francia, los Estados
Unidos, entre otros países. Hizo melodramas sublimes (Rocco y
sus hermanos), piezas maestras (8 ½, El Gatopardo, Érase
una vez en el Oeste…), comedias encantadoras (Cartouche, La
pantera rosa), dramas psi (El Bel Antonio, estuvo en la primera adaptación
de la primera novela de Moravia, Los indiferentes). CC participó
también de algunas producciones de menor valía: comprensible en una filmografía
de más de 150 títulos, que se extiende, por ahora, hasta 2017 con Piccoline
Belle, de Anna Sacaglione y Niente di serio, de
Laszlo Barbo. Activista de los derechos de los gays, en 2009, CC quiso estar en
una producción rodada en Túnez, Le fil, acerca de una madre que
finalmente acepta la homosexualidad de su hijo adulto. Vale remarcar que en
2015, Cardinale se animó a participar de una producción búlgara, Éranse
dos veces en el Oeste, un homenaje al spaghetti western y a ella misma, en
clave de humor posmo.
Muchas veces pasada, hace
algunos años, por la señal de cable Europa Europa, La muchacha de la
valija (1961) es el primer gran film que protagoniza Claudia, bajo la
dirección de Valerio Zurlini. Una obra de culto, reestrenada en París en 2005 y
votada por los críticos italianos entre las 100 mejores películas de ese
origen. “Zurlini amaba de verdad a los actores”, afirmaba recientemente CC. “A
mí me enseñó mucho: cada gesto, cada expresión de mi personaje. Cuando me
eligió, yo era un poco salvaje aún, ciertamente tímida, venía de experiencias
duras con los hombres, y desconfiaba. Él fue realmente un caballero conmigo:
sensible, comprensivo, paciente. Cuando terminó el rodaje, me regaló un cuadro
de su colección, una Madonna del siglo XIII: esa pintura me ha acompañado
siempre. Estuve muy tomada por el personaje de Aída, de La muchacha…,
quizás porque tenía algún punto de contacto con mi historia personal: ella es
una madre soltera y en la escena donde le confieso mi situación a Jacques
Perrin, mis lágrimas brotaron incontenibles. Luego de esta película tuve una
etapa de muchísimo trabajo: enseguida hice Rocco…, a
continuación, Il Bel Antonio, hasta 4 films por año protagonicé”.
Hacia 1971, el destino –es decir, los cálculos de ávidos empresarios- unió a
Cardinale y a Bardot en un deslucido western humorístico, Las
petroleras, filmado en Almería, donde la morena clara de sangre
siciliana dejó muy buen recuerdo por su afable sencillez. La rubia gala, no.
Increíblemente, en 1963, ya
superstar, CC filmó en paralelo El Gatopardo y 8 ½:
“Tenía que navegar entre Federico Fellini y Luchino Visconti, entre la realidad
y el sueño. Con Visconti todo perfectamente exacto, ensayando como en el
teatro. Fellini, en cambio, ni siquiera nos había dado un guion. Marcello
Mastroianni, Anouk Aimée, Sandra Milo, todos habían aceptado esas condiciones
con tal de filmar con Fellini. Nadie sabía lo que iba a tener que hacer hasta
que llegaba al set. A mí me tocaba encarnar a la musa del cineasta que
interpretaba Marcello. Fellini venía a buscarme los días que me tocaba filmar
en su auto, me depositaba en el estudio y –privilegio supremo- en ese
preciso momento tenía derecho a una especie de borrador de mis líneas. Creo que
me escogió porque tenía pasión por el África. Como nací en Túnez, él decía que
yo pertenecía a la Tierra. Por desgracia, no pudimos volver a filmar juntos…
Cuando llegué a Roma, solo hablaba francés y el dialecto siciliano, así que
entraba en mis primeros personajes por la música, los ritmos. Cuando empecé a
hablar italiano, igualmente en aquellas películas iniciales me doblaban porque
decían que mi voz ronca, no sonaba muy femenina… Hasta que a Fellini le gustó
ese sonido y lo usó, fue el primero en hacerlo”.
Curiosidades de
Moravia
En 1961, el gran escritor
Alberto Moravia acepta el pedido de la revista Esquire: hacerle una larga
entrevista a esa muchacha bellísima que acababa de consagrarse en La
muchacha de la valija. Él tenía 53, ella, 23. Él acababa de
romper con la escritora Elsa Morante y se había enamorado de otra talentosa
mujer de letras, la joven Dacia Maraini.
En su escritorio, con Claudia
Cardinale sentada enfrente, Moravia rompió los cánones de reportaje
periodístico: formulaba su pregunta al tiempo que la escribía a máquina, y
seguía escribiendo a medida que la actriz le respondía. De entrada, él le
aclara que no quiere saber ni sobre su pasado ni sobre su presente ni sobre su
futuro, que no le interesan sus opiniones ni políticas ni sobre cualquier otra
cuestión. Le dice francamente que le interesa ella como objeto en el espacio:
sus particularidades físicas, la relación con su cuerpo. Cardinale, emocionada
ante la perspectiva de que un intelectual tan famoso hubiese reparado en ella,
acepta y él la empieza a interrogar sobre sus medidas, su boca, sus pechos, el
color de sus ojos... Ella responde primero entre sorprendida e intrigada, luego
se va soltando a medida que avanza la inusual entrevista; pregunta a su vez, en
ocasiones se ríe con ganas. Él le pregunta por su forma de desvestirse por la
noche, de dormirse, de despertarse… Ella no trata de impresionarlo, aunque sí
intenta entender el sentido de sus preguntas sin abandonar su candor y su
simplicidad.
(Otra convergencia con Bardot:
cuando Godard adapta en 1963 la novela El desprecio de
Moravia, agrega por su cuenta una escena donde Brigitte interroga a su amante
Michel Piccoli sobre distintas parte de su cuerpo –sus pechos, sus nalgas…-,
desnuda sobre una cama. Aunque el director nunca lo reconoció, los críticos
dieron por sentado que se trataba de un guiño a la entrevista del escritor con
Claudia Cardinale, y a la vez una respuesta burlona a los productores
estadounidenses del film, que querían vender una imagen más sexy de BB).
El 6 de marzo a las 17, en un
homenaje a Alberto Moravia en París que incluyó la proyección de varios de los
films que inspiraron sus obras, Claudia Cardinale participó en una mesa
sobre Los indiferentes (1962), donde actuó bajo la dirección
de Mauro Bolognini. La actriz leyó algunas de las respuestas que dio en su
momento al escritor mientras que René de Cécatty actuó de partenaire,
formulando las preguntas de la entrevista de 1961, por primera vez publicada en
Francia. El argentino Alfredo Arias tuvo a su cargo la iluminación y la puesta
en escena del evento. Luego de la lectura, Claudia firmó ejemplares del
libro Alberto Moravia, firmado por Cécatty en la colección Grandes
Biografías de la Editorial Flammarion.
Embajadora de la Unesco,
luchadora por los derechos de las mujeres y los niños, contra los prejuicios
hacia los gays, CC se aventuró a trabajar en muchas óperas primas para
contribuir a darles una oportunidad a jóvenes realizadores. La ragazza que
llegó de Túnez ha cumplido su palabra de mantenerse apartada de cualquier
intervención quirúrgica para negar el paso de los años: “Las que se rehacen se
parecen todas entre sí. Imagino que cuando se miran al espejo no se reconocen,
ya no saben quiénes son”.