Mi traje es mi piel (Leontyne y las demás)

Por Sebastián Spreng

Barbara Hendricks, 1988
Hace unos veinte años, Barbara Hendricks comentaba su preocupación por la ausencia de música en las escuelas y las repercusiones devastadoras, especialmente en la niñez afroamericana. “Recuerden”, decía la exquisita soprano de Arkansas, “en unos años nos preguntaremos donde están las nuevas Leontyne, a este ritmo serán pocas”.  Este febrero, la Grand-Dame Leontyne Price celebró sus noventa años, dicho sea de paso, Martina Arroyo y Grace Bumbry festejaron respectivamente sus ochenta. La observación de Hendricks está más vigente que nunca.

En las lides de la ópera, el cantante afroamericano ha conquistado lo impensable décadas atrás, su número se ha incrementado pero, tal como profetizó Hendricks, son pocas las estrellas actuales si se piensa en un crecimiento proporcional a partir de los años 60 y 70. En esos tiempos, la conquista de los escenarios venía acompañada con rutilantes nuevas figuras que se instalarían en las casas de ópera por muchas temporadas, tales los casos de Price, Arroyo, Shirley Verrett y Bumbry, alumna de Lotte Lehmann, consagrada en el Festival de Bayreuth como “la Venus Negra” en Tannhäuser, un papel fuera del estereotipo, llámese Bess o, incluso, la esclava Aída.

La aparición de la soprano afroamericana no pudo tener mejor exponente que Leontyne Price; una voz distinta, un sonido inédito e inesperado en el paisaje operístico: iridiscente y ahumado, sensual y heroico; un nuevo color enriqueciendo la lírica, despertando polémicas y alabanzas, replanteando la eterna pregunta acerca de si existe una voz “negra”. Las teorías, aciertos y disparates seguirán a la orden del día, pero el consenso general tiende a que los cantantes afroamericanos proveen un terciopelo vocal particular aportando un frisson incomparable.

Un poco de historia no viene mal. A fines del siglo pasado, la soprano Sissiereta Jones (1868-1933) fue la primera en cantar en Carnegie Hall, aclamada en Europa, donde la llamaron “La Patti negra” (por Adelina). Su antecesora, la pionera Elizabeth Taylor-Greenfield (1824-1876), nacida esclava en Mississippi, tuvo una carrera difícil, contra viento y marea; se la llamó “El cisne negro” y en Europa cantó para la realeza. Luego, Marie Selika (1849-1937), conocida como “La reina del staccato”, cantó en la Casa Blanca y en Londres para la Reina Victoria. Obviamente, hasta entonces el cantante afroamericano en repertorio clásico era no solo una “novedad” sino una “curiosidad”.

Si la bella Camilla Williams fue la primera en obtener un contrato con la New York City Opera (y cantar en la Opera de Viena), la coloratura Mattiwilda Dobbs en debutar en La Scala de Milán (1953), la mezzo Betty Allen en conquistar salas de concierto y la venerada Dorothy Maynor, favorita de Ormandy y Koussevistky y fundadora del Harlem School of the Arts, la primera en cantar en una inauguración presidencial (Truman en 1949), el nombre esencial será siempre Marian Anderson, la contralto con “una voz como se oye una en un siglo”, dictaminará el maestro Toscanini. La Dama de Filadelfia es figura icónica, ejemplo de la lucha civil, campeona de la resistencia pacífica y artista sin igual, aquella que con su voz y humildad emocionó a Sibelius, García Lorca y Einstein fue la primera afroamericana en cantar en el Metropolitan Opera – Ulrica en Un ballo in maschera, en 1955 – quebrando una barrera impensada gracias a la invitación del director Rudolf Bing. No todos recuerdan que inmediatamente la seguiría Robert McFerrin – el padre de Bobby – como Rigoletto en 1956.

A la par de Felicia Weathers  y Reri Grist – la original Consuelo de West Side Story – que triunfaban en Europa mientras el tenor George Shirley cantaba en el Met, Berlin, el Covent Garden y el Colón de Buenos Aires, irrumpía el huracán Leontyne Price como la Aída ideal – “Mi traje es mi piel” – consagrándose en los máximos escenarios. En 1955 había sido la primera afroamericana en cantar en un telecast, y en 1961 hará un legendario debut metropolitano en Il trovatore, premiado con una ovación de cuarenta minutos. La justificada adoración de Karajan y una carrera internacional en ópera que terminó en 1985 con Aída en el Met con la voz intacta (“Canté con el interés, jamás con el capital”). Su reaparición a los 75 entonando a capella God Bless America por las víctimas del 9/11 es tan sobrecogedora como inolvidable. Junto a la blonda Sills, Price será la soprano norteamericana por antonomasia.

Si Anderson fue el deshielo, Price marcó la caída del muro. Con Grace Bumbry y Shirley Verrett aparecerían dos mezzosopranos extraordinarias – panteras impagables como Carmen, Eboli, Dalila y Amneris – que luego “ascenderían” a sopranos abordando roles temerarios con diversa suerte. En 1965, la soberbia Martina Arroyo reemplazará a la enferma Birgit Nilsson en el Met consagrándose de la noche a la mañana, convirtiéndose en el pendant de Price. 

Los ochenta marcan el reinado de una soprano atípica e incomparable, Jessye Norman, triunfante en Europa deslumbrará en la temporada centenaria metropolitana en Les Troyens como Casandra (y Didon, ambas en una tarde legendaria como ya una vez había hecho Verrett). Dos bellas sopranos líricas la escoltarán, Barbara Hendricks y Kathleen Battle, voces purísimas, ideales en Mozart, una en el Met, la otra en Europa. Del otro lado del Atlántico, Roberta Alexander y la mezzo Gwendolyn Killebrew llevarán a cabo valiosas carreras. La reunión de Norman y Battle en Carnegie Hall cantando Spirituals en honor a una Marian Anderson octogenaria cierra un ciclo.

Los hombres son menos pero allí está Simon Estes, notable wagneriano como Holandés y Wotan, distinción que compartirá con el jamaiquino Sir Willam Willard. En los últimos tramos del siglo XX aparece el contratenor Derek Lee Ragin (el Orfeo de Gardiner), el tenor Vinson Cole, el lamentado barítono Bruce Hubbard (fallecido a los 39 años), además de dos mezzos como Florence Quivar y Denyce Graves, y las sopranos Leona Mitchell y Michèle Crider. Con todo, la frase de Hendricks resuena, no vuelve a aparecer una super estrella de la magnitud de Price o Norman. “No es tan difícil llegar sino mantenerse” y muchos debuts promisorios han resultado en carreras cortas y excesivo encasillamiento. El síndrome Maria Callas – un clásico de los 60 y 70 – se repetirá como Síndrome Leontyne Price, todas quieren parecérsele pero encontrar la propia voz es mas difícil. La película francesa Diva (con Wilhelmenia Fernandez), basada en una anécdota atribuída a Verrett (o Norman, según la fuente) agrega un toque de misterio al aura de la soprano afroamericana.

En el nuevo siglo, el merecido estrellato le llega a dos varones, el tenor belcantista Lawrence Brownlee y el imponente bajo-barítono Eric Owens, artistas de primera línea con muchos viniendo detrás. Jóvenes sopranos y mezzos señalan una nueva senda -Julia Bullock, Michelle Bradley, Janai Brugger y las sudafricanas Pumeza Matshikiza y Pretty Yende-. El camino ha sido extenuante y demasiado largo pero las conquistas están a la vista. Ya no son novedad ni curiosidad, su incorporación a las filas líricas denotan una presencia irremplazable.


Desafiando al justificado pesimismo de Hendricks y aguardando por esa nueva y diferente Leontyne – o al tenor dramático capaz de encarnar un soñado Otello – el esmalte único de estas voces seguirá fluyendo con energía liberadora y los consejos de la nonagenaria “emperatriz” más presentes que nunca, marcando el camino a las nuevas generaciones: “Sé negro, brilla, apunta alto, la combinación es imbatible”.