Por Pablo Sigal
Estoy frente al muro de los lamentos pero
no sé absolutamente nada sobre este lugar. No pude retener ninguna historia,
ningún dato, de los que nos contaron los guías o coordinadores, desde que
llegué a Israel hace cinco días, como parte del grupo de Bria (fundación que le
regala a cualquier judío menor de veintiocho años un viaje como este). Y antes
de eso, tampoco hay nada. Soy judío, pero solo de familia. Así respondo desde
que tengo memoria y así respondí cuando me preguntaron mi relación con la
religión, en las tantas reuniones que tuve previas al viaje. Ni templo, ni
escuela Judía, ni fiestas, ni circuncisión. Siento que con esa aclaración digo
todo. Algo así como: soy judío porque mi apellido es judío. Pero ni mis padres
ni mis abuelos me hablaron alguna vez del muro de los lamentos, tampoco de
Israel. En mi familia el sentido de pertenencia parecería venir por otro lado:
cuando nos reconocemos miedosos, angustiosos, culposos y fanáticos de Woody
Allen. Ahí sí, somos los más judíos de todos, sin nada que aclarar. Acabamos de
llegar, es nuestra excursión del día. A mi lado, algunos chicos que conforman
el grupo, están llorando. De a poco, los emocionados se van juntando entre sí,
como si estuvieran imantados. Pasan un primer momento solos, pero después se
juntan en grupos de tres o cuatro, y se abrazan. Llueve. Es una llovizna
finita, que me molesta mucho. Los grupitos aprovechan para amucharse y
compartir el paraguas del más prevenido y se quedan mirando el muro. Se
acompañan, viven un momento intenso, uno que no van a olvidar. Yo estoy solo,
sin paraguas y lejos de sentir emoción, pero no me sorprendo de lo que veo.
Antes de viajar, un amigo, un poco escéptico e irónico, me había prevenido. Ese
día, cuando llegan, en el momento exacto en el que ven el muro, la mayoría
llora. Es algo automático, los más judíos lloran, me repitió.
Bueno, acá están. La profecía se cumplió.
Camino un poco y pronto me aseguro de que ninguno de mi grupo reducido y
cerrado, con el que pasé la mayor parte del tiempo estos días, tenga lágrimas
en los ojos. Misión cumplida, qué alivio, no estoy solo en esto. Con ellos, que
vendrían a ser mis amigos en este viaje, tenemos dos cosas que nos unen y que
nos repetimos jocosamente, por lo menos una vez al día. Primero la convicción
de que con nosotros, los coordinadores, o los guías, que pretenden que este
viaje nos transforme y nos haga redescubrir nuestra identidad (lo que para mí
se traduce simplemente en volver mucho más judío que antes) tienen la batalla
perdida. A nosotros nos interesa conocer Israel, pero no de manera especial.
Somos muy terminantes y calculadores en cuanto a esto. El verdadero sentido, la
razón por la que estamos acá, es aprovechar que nos regalan este viaje, abrir
el pasaje y recorrer Europa. Así lograríamos gastar muchísimo menos plata que
si hubiéramos ido directamente y conociendo un país más. Sin dudas, en este
caso, la manera más judía de llegar a Europa era empezando por Israel. La otra
cosa que nos une es una broma. Una que nos gusta hacer, sobre la esencia efímera
de nuestra amistad. Decimos que somos realistas, y no fríos, cuando afirmamos
que de la misma manera de que no éramos amigos antes de este viaje, tampoco lo
seremos cuando se termine. Ya cada uno tiene sus propios amigos, afirma Gala,
la más acida e incrédula de nosotros. Veo muchísima gente emocionada, de
distintos países, ansiosa por tocar el muro o por sacarse fotos. Yo estoy
afuera de todo, no pregunto nada, nada me genera curiosidad. Tampoco la
situación tan sensible que se vive por acá, que en los días en los que estamos
es cada vez más preocupante. Son días tumultuosos. Después de algunos meses de
tregua, volvieron los enfrentamientos entre Israel y Palestina, justo en el
momento en que llegamos nosotros. Y dicen que la situación es la peor en veinte
años. De cualquier manera, a nosotros nos mantienen afuera de estas cosas. No
notamos demasiada anormalidad, ni nos cuentan mucho al respecto. Pero mi mamá
me escribe todos los días preguntándome cómo estamos. Me cuenta que en
Argentina, en la tele y en los diarios, se ven cosas terribles y que estaba tan
asustada que habló con un rabino para saber un poco más y para que le dijera si
corríamos peligro ¿Un rabino? No sabía que en mi familia conocían alguno. Mi
mamá me dijo que ahora que había hablado con el rabino estaba más tranquila,
que él la ayudó mucho. Que le explicó todo sobre nuestro viaje: que la
situación era complicada, pero que nosotros no deberíamos correr riesgo, que
nos llevan de un lado al otro, que tenemos custodia y que se eligen cuidadosamente
los lugares a visitar. Y le repitió varias veces que se quedara tranquila, que
si creen que puede haber algún problema, suspenden el paseo y vuelven al hotel.
Me sorprendió escuchar una definición tan perfecta de mi viaje, en palabras de
mi mamá y volví a tragar bronca por lo que nos pasó ayer. Era la última
excursión del día: conocer el Mar Muerto. Pero en el camino, cuando estábamos a
punto de llegar, uno de los guías recibió un llamado y automáticamente hubo
cambio de planes. Con un anuncio no muy estridente, nos avisó que íbamos a
volver al hotel. ¿Justo eso nos tenían que suspender? Era el lugar que más
ganas tenía de conocer, el único que de verdad me interesaba. Un mar donde
supuestamente flotás solo, sin hacer ningún esfuerzo. Qué pena que me lo perdí,
me hubiera venido bien.
Estos días yo estoy en otra. Angustiado
hace un año, el viaje no me cambia. Ni siquiera la guerra me da miedo ni
permite rotar mi centro angustioso. Todos los días, uso el tiempo para repasar
obsesivamente mi relación con Julia, mi ex novia. Una relación que terminó mal
por mi culpa. No es que quisiera volver con ella, lo que no puedo entender, y
repaso neuróticamente, es cómo se acabó mi amor. Y cómo una vez que se acabó,
no pude decírselo y terminar a tiempo y en paz. El esquema es sencillo y fatal:
Salimos dos años y medio. El primer año y medio la amé, nos amamos, fue
hermoso. Y el año restante, me la pasé haciéndome una pregunta espantosa y
torturante. ¿La amo todavía? Así pasó un año, y yo completamente ausente, hasta
que recibí el cachetazo final. Pienso todos los días en eso y me destroza. No
puedo entenderlo ¡Cómo voy a seguir con ella dudando de si la amaba! ¡Cómo pude
haberle hecho eso a Julia! ¡Cómo pude portarme tan mal con alguien que me hizo
tan bien! ¡Así no se termina el amor! ¡No este amor, que fue tan maravilloso,
tan puro! ¡Qué injusto fui! Todos los días vuelvo a este punto y no encuentro
solución, no encuentro descanso. De verdad creo que flotar un rato en el Mar
Muerto me hubiera venido bien. ¡Qué guerra de mierda!
Vamos, nos tenemos que ir… Siento las
palabras y al mismo tiempo un brazo que me toca el hombro. Es Lucas, el
coordinador. ¿Cómo que nos tenemos que ir? Si recién llegamos, contesto un poco
indignado. Sí, pero por las dudas. No va a pasar nada, pero por las dudas…
volvemos al hotel. Por suerte ya dejé mi deseo. ¿Vos lo dejaste, no?
¿Qué deseo? Lucas ya no me escucha, pero
otro compañero de viaje agarra mi pregunta y entra en mi escena ¿No viste los
papelitos entre las piedras del muro? ¿Qué estuviste haciendo todo este tiempo?
Pronto formamos una ancha hilera, todo el
grupo completo de cuarenta personas, dándole la espalda al gran muro. Todos
miran para adelante, conformes. Todos, menos yo, que de tanto en tanto, me doy
vuelta para mirarlo. Me da mucha bronca que nos tengamos que ir tan rápido.
Escucho las conversaciones a mi lado. Algunos se preguntan qué habrá pasado. La
mayoría habla de los papelitos, del deseo. Los que lloraron dicen que están más
tranquilos. Que pensaron mucho en sus seres queridos al ver el muro, y que por
suerte pudieron dejar no solo sus deseos sino también los de ellos. Vuelvo a
mirar atrás. Ahora noto (se ve chiquito pero lo noto) que las personas que se
acercan al muro, meten algo entre las piedras. Gala viene corriendo hacia mí y
se une a la hilera. Está agitada, es la última en sumarse. Me ofrece su
paraguas mientras guarda un cuaderno adentro de su mochila. Uy, llegué justito
a poner el mío, que colgada. Vámonos ahora antes de que boom… explote todo. Me
sonríe y remata, con ternura: ¿Y vos que pusiste Pablito?
Me quedo pasmado. Me acelero. De golpe
siento algo que no sentí en todo el viaje. Una energía que me activa y me
despierta. Mientras todos caminan, yo recorro toda la hilera horizontal,
preguntándole a cada uno de los chicos si dejaron su deseo. Al mismo tiempo que
hago pasos de costado tengo que dar pasos hacia atrás para que el grupo no me
pase por encima. Las respuestas son variadas pero el sí es unánime. Sí. Sí,
obvio para eso vine. Sí, yo que sé, no perdía nada. Sí, dejé dos, el mío y el
de mi abuelo. Sí, era lo único que había para hacer ¿O no? Sí, ¿por qué no voy
a pedir un deseo? Sí. Sí. Sí. Sí.
Todos dejaron su deseo menos yo.
Subo el primer pie al micro. Ya es tarde,
ya no puedo volver, otra vez hice todo mal. Dejo de pensar en Julia. ¡Cómo no
dejé un deseo! ¡Cómo no lo dejé!