Por María Emilia Franchignoni
El cuerpo ya no es el mismo. A pesar de la
sutileza de los cambios, hay una especie de energía extraña que lo recorre, una
cierta precaución, una delicadeza desconocida en mí – que siempre me llevo el
mundo por delante – y un temor que se hace cada vez más presente, el de perder
o lastimar esa frágil vida que intento conservar y que está proyectándose en
mis entrañas.
Como pocas veces en mi existencia, me
siento completamente desconcertada. No sé cómo comportarme frente a la ajenidad
que ahora me produce el propio cuerpo. Una serie de verbos se repiten
incesantemente como un mantra, en mis pensamientos: alojar, albergar, hospedar,
recibir, cobijar. Es ineludible, concluyo, que transitoriamente voy a ser
simplemente eso, un hogar para otro. Trato entonces de ensayar una nueva
función de vida: la de la hospitalidad.
No es sencillo cumplir esta misión, hay
una tensión intrínseca que se manifiesta en mí cada vez con más vigor, en
cualquier espacio y oportunidad que se presente: por un lado, las necesidades
de un cuerpo dado para otro y por otro, la costumbre de ir por la vida a
merced del propio antojo.
Me costó y me cuesta mucho poder adaptarme
a las restricciones de esta nueva condición, disminuir la actividad, el estrés,
el ejercicio físico y atender las recomendaciones de mi médico que, a la vieja
usanza, me llama la atención acerca de mi comportamiento poco sensato en las
primeras semanas.
Sin embargo – y como siempre -, el cuerpo
hace lo suyo y los primeros síntomas no tardan en hacerse notar. Rápidamente,
tengo la sensación que estoy siendo tomada por una especie de enfermedad: me
siento fatigada sin ningún motivo aparente y tengo ganas de dormir todo el
tiempo. El cansancio extremo, por ejemplo, me hace quedar dormida en el festejo
de mi cumpleaños, y mis amigas, a pesar de estar acostumbradas a algunos de mis
comportamientos antisociales, huyen de mi casa en malón bastante desorientadas.
Los días que siguen son insoportables, apenas puedo levantarme de la cama y
tomo, aproximadamente, 60 gotas de reliverán diluidas en agua para calmar los
mareos, la sensación de tener un estómago completamente saturado, las ganas de
vomitar y el asco por cualquier tipo de alimento que se cruza en mi camino. Voy
a dar clases nauseosa, y por miedo a que en la universidad los alumnos se
den cuenta – no me gusta exponer mi vulnerabilidad- me preparo las barritas, el
agua y las gotitas. Las tomo casi en secreto en el recreo.
(Pensándolo bien, no sé por qué me
estreso tanto, no tiene nada de malo estar embarazada, sobre todo si es
lo que una deseaba. Es más, en líneas generales me siento muy feliz. Pero como
todavía no comenté nada a nadie - estoy esperando que se cumplan los 3
primeros meses -, no quiero dar señales que levanten sospechas... A mi familia
digo que estoy intoxicada –¡durante varias semanas! – lo que ocasiona un sinfín
de situaciones inverosímiles: mi mamá llamándome a cada rato por el teléfono,
preocupada por mi alimentación, mi hermano y mi papá pensando con qué bacteria
me habré embuchado y mi suegra buscándome turnos con el gastroenterólogo. Mi
pareja, a todo esto, no entiende todo este embrollo que conlleva mi embarazo.)
A esta altura me pregunto por qué cuernos
nadie me dijo nada, nadie me previno. Solo recuerdo vagamente una vieja
anécdota de mi infancia que involucraba a una de mis tías, que padeció
“náuseas del embarazo” y a la que se referían con cierto sigilo, como si fuese
una especie de aberración de la naturaleza. Me acuerdo perfectamente cómo mi
pobre tía cargaba sufridamente con este estigma, equivalente a llevar la letra
escarlata, frente a todas las demás mujeres que tenían “embarazos bárbaros” y
que gozaban de un bienestar incomparable. Ese contraste dejaba un tufillo en el
aire, un sugerente aroma a “mala madre”, o despertaba un surtido de sospechas
indecibles entorno a su aptitud para la maternidad o acerca del verdadero deseo
de tener un hijo. Empero, en estos días y para mi sorpresa, a cada
interlocutora que encuentro y le narro mi lastimosa situación, le nace
una sonrisita rígida (quizá por sentirse obligada a la confesión, quizá por la
incomodidad que le produce arruinar a viva voz el relato idílico del embarazo)
y me suelta, no sin cierto conservadurismo, que “sí, el primer trimestre es
fatal, pero después pasa.”
Lamentablemente, esto no es todo, la
estocada final todavía está por llegar. Resulta ser que a contrapelo de mi
imaginario acerca del embarazo, descubro en estos primeros meses que no tengo
ganas de comer nada. Todo me da asco y hasta los chocolates, los quesos, las
tartas que siempre amé, me producen un rechazo inusitado. No tomo más mi amado
café con leche de las mañanas y desapareció como por arte de magia la histórica
adicción a las gaseosas. Detesto la comida y, en consecuencia, adelgazo unos
cuántos kilos. Ya no encuentro más placer en la alimentación ni me
reconozco en los gustos y eso desata una crisis interna.
Es definitivo, no tengo salida, ya soy
otra.
***
Mi médico me explica que es “normal” – una
palabra que se repetirá en reiteradas situaciones a lo largo de mi embarazo:
informes de estudios, consultas, análisis, ecografías del bebé -, que me
tranquilice. Pero a mí este tipo de explicaciones no me son suficientes y sin
quererlo, me topo con el primer escollo de este proceso: no existe un saber
sistematizado, divulgado, autorizado y accesible para madres primerizas que
vaya más allá del ámbito médico.
Empiezo a buscar con desesperación en la
web y encuentro unas páginas que no me infunden ninguna confianza: el embarazo
punto algo, planeta mamá, natal no sé qué y hasta una auspiciada por una reconocida marca de pañales. En otra situación, hubiesen sido objeto de la
más despiadada burla, pero hoy me aferro a ellas con una fé hasta este momento
desconocida. A los médicos que consulto, mi curiosidad, mi necesidad de saber
les parece una rareza y a algunos les incomoda: ¿por qué esta compulsión por
conocerlo todo? ¿De dónde sale tanta inquietud? Y lo ven como una señal de
desconfianza. "Hay que relajarse y tomarse las cosas con un poco más de
tranquilidad." Claramente, ese no es mi estilo y la paz, solo me la otorga
el entendimiento, la comprensión. Esta impronta me hace ganar enseguida el mote
de paciente intensa, demandante –lo sé, lo leo en sus mentes- y se sienten
avasallados, cuestionados. Entiendo que es algo difícil de asimilar para los
médicos en general, sobre todo los reconocidos, con una trayectoria y varios
años de experiencia a cuestas. En mi caso particular, reconozco ser una
paciente que necesita estar interiorizada de todas las opciones y
procedimientos a los que puede llegar a someterse el cuerpo. Quiero comprender
sus cambios, a qué se deben y quiero saber cómo va desarrollándose el bebé. Por
eso, me vuelvo fanática de unos sitios web que relatan semana a semana la
evolución del embarazo y debo decir, que algo me tranquilizan.
Mi militancia en estos días pasa por seguir
manteniendo la gobernabilidad sobre mi propio cuerpo, al que la medicina
históricamente y sobre todo en esta etapa de la vida de ciertas mujeres, ha
manejado e intervenido como se le cantó la gana. De todos modos, con el
transcurso de los días, me voy dando cuenta de que si bien puedo llegar a
estar en control de casi todo lo concerniente a su funcionamiento, mi vida
inevitablemente está comenzando a correr por otro camino.