Aunque excepcionales, hubo
unas cuantas mujeres barbudas -como la auténtica que aparece en el genial film Freaks (1932)-
en épocas en que no existían tratamientos hormonales para la hipertricosis,
tampoco sofisticados métodos depilatorios. Y esas rarezas a menudo
exhibidas como fenómenos, tuvieron su patrona: Santa Wilgefortis.
Por Moira Soto
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Clémentine Delait |
Cuenta la leyenda que allá por los primeros tiempos de la cristiandad,
un rey de Lusitania quiso obligar a una de sus 9 hijas a casarse con un
príncipe moro. Más la chica negose invocando su voto de virginidad, por lo que
fue arrojada a un calabozo por el progenitor. Sin amilanarse, ella rogó a los
cielos que le procurasen la gracia de repugnar al pretendiente. Su clamor fue
oído y durante la noche le creció espesa barba, detalle que ahuyentó raudamente
al moro. Furibundo, el rey lusitano hizo crucificar a la reacia Wilgefortis.
Con el tiempo, aparecieron algunas variaciones sobre las fechas y la
historia de la piadosa barbuda que se convirtió en culto a partir del siglo XV;
y su fiesta empezó a conmemorarse el 20 de julio, llegando a figurar en el
Santoral (de donde fue quitada en el siglo XXI por no estar oficialmente
canonizada). También conocida como Santa Liberata o Librada, a esta virgen y
mártir se le han dedicado santuarios como el de la catedral de Santa María de
Sigüenza, en España. Según relata el escritor J. K. Huyssman, las mujeres
del interior de Francia le rogaban para que las salvara de maridos molestos. A
fin de evitar esta tendencia libertaria (de ahí el nombre con que se la conoce
también en Italia), tiempo después, en el siglo XVI, el arzobispo de Rouan, en
Normandía, impuso una oración oficial en la que solo se imploraba misericordia,
por la intercesión de la piadosa Wilgefortis, para todos los niños... El culto
de la legendaria mártir llegó hasta nuestro país: en Riachuelo, Corrientes,
cada 20 de julio se celebra a Santa Librada (en una imagen crucificada pero
lampiña) con procesión en la que participan autoridades del clero y del
municipio junto a numerosos fieles.
En líneas generales, así es
la leyenda de la protectora de las mujeres barbudas (y también de las mal
casadas) que veneraba Clémentine Delait (1865-1939), la femme à barbe más
importante de Francia, según sus biógrafos y fervientes admiradores Jean Nohain
y François Cenadec, quienes consideran une vie exemplaire la
de esta señora provinciana orgullosa de sus pelos en la cara.
Desafío a la normalidad
Del latín monstrum
(prodigio), el monstruo físico es una “producción contra el orden normal de la
naturaleza, una cosa excesiva, extraordinaria”, según el diccionario. Es decir,
algo insólito, desacostumbrado, sorprendente, pero también deforme, imperfecto,
contrahecho. El cuerpo humano alterado siempre ha provocado curiosidad morbosa,
aprensión, como ante un espejo de parque de diversiones que distorsiona la
imagen, nuestra imagen, que nos devuelve formas que podrían habernos tocado en
suerte, en desgracia... Es que por mayor tolerancia y corrección política que
se pongan en juego, el monstruo, el fenómeno representa un desorden, un
misterio, un atentado a la estética establecida por la mayoría, que nos
sobresalta y fascina a la vez. Es cierto que los freaks en algunas culturas y
épocas han inspirado reverencia, pero lo habitual ha sido que fueran
rechazados, marginados, explotados: hasta las primeras décadas del XIX
–recordemos el caso histórico que retrató David Lynch en El hombre
elefante (1980)- eran exhibidos como atracción de ferias y
circos.
El cine, la literatura, el musical nos han dado jorobados de Notre Dame,
bebes mutantes asesinos, sirvientes contrahechos, enanitos de
Blancanieves... Pero hubo una película única y osada, una obra maestra de
Tod Browning, llamada Freaks, que presentaba una armoniosa
comunidad de verdaderos monstruos del circo de Barnum (macrocéfalos, el
hombre-tronco, siamesas, el andrógino, una pareja de bonitos liliputienses, un
hombre esqueleto, por cierto una mujer barbuda que da a luz en el transcurso de
esta ficción); después de que estalla la venganza de los fenómenos, cuando uno
de ellos es víctima de las maldades de una pareja normal, queda flotando la
pregunta que también formuló por esas fechas otro film, King Kong:
¿Cuáles son los verdaderos monstruos? ¿Aquellos que deben sufrir las
consecuencias de haber violado involuntariamente las leyes de la normalidad en
su aspecto físico, o los que cumpliendo el modelo estándar en lo exterior
cometen infamias?
La atracción humana hacia lo grotesco, desproporcionado, la unión de
opuestos (bestialidad-humanidad), queda demostrada en las incontables criaturas
creadas por la imaginación: centauros, el Basilisco, el Minotauro, sirenas, el
Unicornio, cíclopes, los mismos asexuados y alados ángeles de las estampitas...
Las mujeres barbudas, en cambio, no son producto de la fantasía y, aunque
raras, su existencia ha quedado documentada. Aparecen las primeras
imágenes que se han conservado en Pompeya (una sirvienta con respetable chiva);
en la Crónica de Nuremberg (1493) escrita por Jean Schedel e
ilustrada por Pleyden Wurffs y Wohlgemuth, quizá con la colaboración de El
Durero; en la pintura del suizo Nicolas Deutsch, del siglo XV, con una bonita
dama de escote pronunciado y barbita puntuda, claramente embarazada. Hacia
1599, brotó la barba de Helena-Anthonia de Lieja, señora de alta condición
social que vivió con la archiduquesa María, madre de la reina de España. En el
siglo siguiente tenemos a Augusta Ulserin, nacida en Augsbourg, de abundante
sistema piloso, la más conocida de las barbudas de su tiempo, exhibida en todas
las ferias de Europa por su marido, Michael Vanbeck. Augusta, apodada Bárbara,
era música, como lo prueba el retrato de Isaac Brunn, de 1653.
No son pocas entre las
mujeres con barba las que tuvieron hijos, como Madeleine Ventura, en los
Abruzos, pintada por Rivera en 1631. Dos siglos después, otra Madeleine,
apellidada Lefort, fue presentada por sus padres en la Facultad de Medicina de
París (16 de febrero de 1815). Uno de los examinadores, el doctor Bléclard,
declaró que a pesar de sus bigotes y su barba naciente, la joven Madeleine
pertenecía al sexo femenino. Bajo la supervisión de un empresario, la dama
recorrió Europa exhibiéndose y amasando una respetable fortuna, con trajes
línea imperio y diademas de plumas de avestruz. En la madurez, se retiró del
espectáculo aunque siguió manteniendo intensa vida social.
Los Estados Unidos tuvieron sus propias barbudas: Madame Taylor, que a
los 18, en pleno siglo XIX, decidió dejar de afeitarse para exhibirse al
público. Se casó a los 32 y dejó el show, pero cuando su marido perdió todo su
dinero, volvió al circo con discreto suceso mientras su barba empezaba a
blanquear. Más que barbuda, la mexicana Julia Pastrana (también conocida como
la mujer gorila o la mujer-perra) tenía pelos por doquier y una bella y afinada
vos de mezzosoprano. Charles Darwin se encandiló con ella (el retrato de
Koning, de 1857, revela un perfil simiesco). Inteligente, cultivada, casada con
un empresario que explotaba su aspecto haciéndola cantar y bailar, se comenta
que sufría al ser mostrada como una extraña bestia. Otra chica barbuda,
malabarista en este caso, fue Eva S, trabajadora en casinos y music-halls.
Revisada por el doctor Edgard Bérillon, fueron confirmados sus atributos
sexuales femeninos. A Eva le gustaba la costura, el bordado y el crochet.
“Muchos hombres me encontraban interesante a causa de mi barba”, declaró en su
retiro. “Pude haber sido la amante de hombres muy ricos, pero nunca me interesó
ser una mantenida.”
Todos estos casos remiten a señoras con la barba bien puesta (así diría
Don Quijote de Amadís de Gaula), pero con atributos sexuales femeninos, no de
drag queens como es el caso reciente de Conchita Wurst, ganadora en 2014 del
Concurso Eurovisión de la Canción en Austria.
Una señora muy aseñorada
Clémentine Clatteaux, luego Delait al casarse, nació el 5 de marzo de
1865, en la casa familiar construida por sus padres. “Mi juventud –escribió
años más tarde esta pisciana de ánimo feliz– fue como la de otras jóvenes del
pueblo. Tenía una espléndida salud y el trabajo no me asustaba.” Clémentine era
una castaña de grandes ojos, sin nada que la distinguiera hasta que a los 18,
“empecé a tener sobre mi labio superior una pelusa prometedora que me pareció
que subrayaba agradablemente mi rostro”.
Fue en un pueblo cercano, Tahon-les-Vosges, donde la joven mujer, que ya
se afeitaba a diario, encontró marido: Paul Delait, panadero. Entregada a las
tareas domésticas y a la realización de puntilla, Mme. Delait se entusiasmó con
la idea de su marido de poner un café frente a la plaza, del que ella se haría
cargo. El éxito fue inmediato. Al cabo de unos meses, el matrimonio se tomó un
respiro y viajó a Nancy. Allí, en la feria de atracciones, Clémentine vio el
anuncio de una mujer barbuda. Pagó los 15 centavos de la entrada y su corazón
se encogió al ver a una pobre muchacha de barba rala, acoquinada en una especie
de jaula. De vuelta en su café, al escuchar los comentarios admirados de sus
clientes sobre la chica entre rejas, se le escapó un: “Si yo me la dejara crecer,
ya verían lo que es una barba”. Alguien levantó la apuesta, Clémentine comunicó
su decisión a Paul y el pelo de sus mejillas empezó a crecer como hierba en
primavera: “Yo la veía progresar y empecé a sentirme muy orgullosa. Mi marido,
muy emocionado, sentía placer al acariciarla”.
Sin necesidad de exponerse en una barraca, Clémentine Delait atrajo
multitudes. La clientela se multiplicó en el ahora denominado Café de la Femme
à Barbe. Al parecer, la cordialidad de la mujer y lo orgullosa que se sentía de
su barba provocaron la aceptación y la simpatía de la gente. Ella pidió y
obtuvo de la Prefectura permiso para vestirse de hombre si así lo deseaba. A
los 35, fue revisada por el eminente doctor Bérillon, médico y profesor de la
Ecole de Psychologie, quien puntualizó en su informe que madame Delait había
empezado a menstruar a los 12, con reglas regulares hasta los 33: “Ella tiene
gustos muy femeninos (...) Está muy orgullosa de su sexo (...) Representa el
tipo perfecto y completo de la mujer barbuda”.
El 3 de abril de 1928 murió
Paul Delait, y su viuda, de 63, que hasta entonces se había negado a mostrarse
por dinero, empezó a considerar algunas ofertas de empresarios, sobre todo
porque Fernande, la hija que adoptó, deseaba ardientemente dar la vuelta al
mundo. Así fue que lograron estar en París, Londres, pasaron por Islandia y
Holanda. Pero las fuerzas de Clémentine empezaban a disminuir, su barba a
encanecer, de modo que la señora Delait volvió a instalarse en Tahon-les-Vosges
donde, un año antes de morir, asistió encantada al casamiento de su hija.
Pionera en esto de asumir la diferencia y hacerse valer como persona, con
vocación para la felicidad, Clémentine Delait hizo de su freakismo piloso un
atributo estimable.