Por Kado
Kostzer
“Esta soy yo”. La
rotunda afirmación no proviene de una nueva entrega musical de la un tanto
olvidada hispana Isabel Pantoja, sino de la siempre vigente mexicana Silvia
Pinal que así tituló sus memorias, un rotundo éxito de ventas desde hace varias
semanas en México.
Para los argentinos
de una generación, que hoy ronda entre los 65 y la muerte, el nombre de Silvia
Pinal está estrecha y entrañablemente asociado a tres grandes films de Luis
Buñuel (Don Luis y “mi” compadre para la actriz), Viridiana, El ángel exterminador y Simón del desierto que ella promovió en calidad de
protagonista y esposa del productor. Sin embargo, para espíritus locales más
detectivescos -como el mío- el nombre de la actriz también aparecía en revistas
de arquitectura de principios de los sesenta. Ellas mostraban la modernidad de
los edificios de su propiedad que construía su arquitecto de cabecera, Manuel
(Many) Rosen, para asegurarse con tanto ladrillo un futuro sin sobresaltos
económicos.
Algo más lejos en el
tiempo, fines de los cincuenta, en la pantalla del cine Moderno del Tucumán de
mi infancia la silueta agraciada de Silvia se había proyectado en muy mexicanas
comedias. Dos de ellas en roles travestidos: Yo
soy muy macho y Doña Mariquita de mi corazón que remataban invariablemente
con el fin de la mascarada y el triunfo de la femineidad. Mejor es hacerse una
autolobotomía para no recordar -Pinal está exonerada- la única incursión de la
actriz para el cine argentino en Pubis
angelical (1982), la
horrenda adaptación de Raúl de la Torre de la novela de Manuel Puig.
Para los mexicanos el
nombre de Silvia y el de su femenina prole -hay un solo varón, su hijo Luis
Enrique, de perfil bajo- invita a resonancias que tienen que ver con una vida
artística ¡y privada! con los necesarios toques del melodrama, genero mexicano
por antonomasia, y que se desencadena en 1931, fecha del nacimiento del futuro
mito. A los once años Silvia conoció su verdadera identidad: no era hija del
estricto buen señor Pinal, marido de su madre, que la había criado desde los
cuatro, sino del play-boy Moisés Pasquel.
Tempranamente
inclinada a la escena la adolescente Silvia vio en el casamiento –con el actor
Rafael Banquells, un hombre mucho mayor que ella - la forma de librarse del
rigor familiar. Error, su marido y mentor artístico, demostró ser aún más
obsesivo y controlador. La determinada Silvia, en cuya cabeza ya rondaba el
fantasma de la libertad, decidió romper ese otro yugo y de ahí en adelante fue
su propia dueña. Visionaria, adquirió extensos terrenos en el Pedregal de San
Ángel -desde hace décadas zona muy cotizada- y construyó su casa “con alberca
olímpica”. En la inmensa propiedad –en sectores separados- aun viven sus
polluelos e invariablemente durante sus funciones, exceptuando el N° 1, se
mudaron también ¡sus maridos! De chica “fresa” castaña, pasó a ser fatal rubia,
convirtiéndose en dama exitosa, pionera en el rubro telenovelas, pionera en el
montaje de comedias musicales de Broadway y más tarde promotora de proyectos
del genial director de Los
olvidados, productora, empresaria, gobernadora consorte, diputada,
dirigente sindical y ahora ¡autora!
En sus memorias, Silvia
habla con sinceridad, simpleza y en algunos casos con ligereza. No menciona
rivalidades artísticas, no hay conflictos con colegas –quizás porque
rápidamente fue estrella- y son frecuentes las pinceladas románticas
corporizadas por su colega Arturo de Córdova; el niño bien y magnate de
Televisa, Emilio Azcárraga, quien prefirió el discreto encanto de la burguesía
al glamor de la actriz; el hotelero y coleccionista de estrellas Nick Hilton;
el seductor egipcio Omar Sharif y otros menos notorios…
En el mismo rubro
sentimental, la autora aclara que con el mítico Pedro Infante, pareja romántica
en varios films, “no sucedió nada” y que un leve entusiasmo juvenil por Manolo
Fábregas se desvaneció inmediatamente cuando le hicieron notar que para
disimular su calvicie el galán ¡usaba peluquín! Tampoco con el devorador Diego
Rivera la carne llegó al asador, aunque de esa relación quedó un fabuloso
retrato de Silvia, cuya reproducción engalanó los copetes de presentación de su
programa de TV, Mujer, casos
de la vida real que
permaneció veintitrés años ininterrumpidos en el aire.
Sus “bonitos” idilios
y torrentes de pasión están matizados con cónyuges legales con quienes es
extremadamente amable en sus recuerdos: Marido N°1, el actor y director
Banquells. De ese primer matrimonio nació Silvita –así mencionada en el libro-
que más tarde para su carrera artística adoptaría (¿Freud mediante?) el
apellido de su abuelo biológico: Pasquel y que hasta llegó a casarse (¿otra vez
con Sigmund F. como testigo?) con un buen mozo, Fernando Frade, ex pareja
estable de su madre. Esta unión provocó el distanciamiento entre ambas Silvias.
La reconciliación vino con la trágica muerte de la bebita de la joven pareja y
el consiguiente alejamiento del oscuro objeto del deseo.
Marido N° 2, Gustavo
Alatriste, mueblero devenido en productor cinematográfico; Marido N° 4, Tulio
Hernández, político priísta que la hizo primera dama del Estado de Tlaxcala del
cual era gobernador. El tierno manto de piedad desplegado para 1,2 y 4 no llega
a cubrir a su marido N°3, el actor y cantante Enrique Guzmán, hoy una verdadera
reliquia de la década del sesenta. Es ahí cuando el libro alcanza verdadero
interés. En el relato hay valentía y cierta dosis de docencia. Once años menor
que Silvia, el simpaticón, infiel y posesivo ídolo ye-ye era un hombre
violento. ¡Vaya novedad!
La actriz -con la
anuencia de los dos hijos concebidos con el creador de Popotitos- se atreve a
desenmascarar al Quique golpeador. “Las discusiones verbales eran cada vez más
violentas y, sin saber ni cómo, llegó el primer golpe. Violencia física:
primero un empujón, un jalón, luego un manazo; la primera bofetada, la primera
golpiza…”. El desenlace incluyó un incidente que incluía guaruras y un arma de
fuego. El miedo, convertido en pánico, se apoderó de ella de forma casi
perpetua a tal punto que ya separados, hacía años, Guzmán asistió a una función
teatral en la que Silvia actuaba y donde la acción exigía un beso de su galán.
El macho Guzmán a la salida le propinó una golpiza al aplicado actor Jorge
Lavat que solo había cumplido con las exigencias de su rol.
Pinal es
autoindulgente con su ecléctica e irregular filmografía y escatima anecdotario
sobre filmaciones y procesos creativos. Del inmenso Buñuel destaca que, a pesar
de su alardeado ateísmo, fue padrino de bautismo de su hija Viridiana y narra
pormenores sobre la persecución de la censura española a la película homónima.
En casi 400 páginas se suceden amores y aventuras, infidelidades y
complicidades, éxitos y tragedias, viajes por el mundo, violencia familiar,
política a alto nivel, escapes cinematográficos, sindicalismo, exilio en Miami,
terremotos, aunque jamás la pobreza y menos aún la indiferencia del público.
Con sobrio dramatismo llega a estremecer con los relatos de las muertes
prematuras de su hija Viridiana Alatriste en un accidente automovilístico y la
de su nietita Viridiana Frade ahogada en una piscina.
La saga de la familia
Pinal continúa. Sus hijas (Silvia Pasquel y Alejandra Guzmán), nietas
(Stephanie Salas, Viviana y Giordana Guzmán y Frida Sofía Moctezuma) y
bisnietas (Camila Valero y Michelle Salas, cuyo padre es Luis Miguel)
constituyen la nueva y recargada generación que alimenta al show-business
mexicano y a las revistas del corazón. El ramillete aporta -con mesurada
cautela por parte de la matriarca / autora- nuevos ingredientes al culebrón:
drogas a discreción, alcohol en exceso, curas de desintoxicación, intento de
suicidio y otros aromas.
Cabría reprocharle al
editor a cargo del proyecto la falta de rigor en la trascripción de las
grabaciones realizadas para recabar información. A través de los breves textos
resulta difícil dilucidar si Silvia le habla al lector o al inmanifiesto
entrevistador que debió hacerse evidente o desaparecer. También el volumen adolece
de un apéndice con la filmografía y la teatralogía completas de la actriz. Los
films y espectáculos, con compañeros rutilantes, aparecen mechados en los
relatos personales aportando escueta información.
El volumen, en
cambio, es generoso con el material fotográfico. La galería de las Silvias es
nutrida y a través de instantáneas  “amigueras” o “familieras” y de
retratos de estudio más elaborados vamos viendo el paso de los coiffeurs, de
los maquilladores, de los cirujanos plásticos, de los diseñadores, de los
joyeros, de las modas y sus modelos de turno: Silvia gracekellyzada, Silvia
dorisdayzada, Silvia buñuelizada, Silva virnalisizada, Silvia
farrahfawcettizada, Silvia silviapinalizada…
Estos testimonios
gráficos y anécdotas reflejan no solo el devenir de Silvia Pinal, sino también
estilos de vida, los cambios de la industria del espectáculo, el desarrollo de
un país y la evolución de sus mujeres. Sería de desear que la mini-serie,
basada en el best-seller de la actriz, que se comenzará a grabar Televisa en
mayo próximo, sepa recrear las más de ocho décadas de una vida tan rica.
Esta soy yo, de Silvia Pinal,
Porrúa Editorial (México) y, desafortunadamente, no se vende en las librerías
porteñas.
