Una mujer de acción que armoniza mundos opuestos

Por Moira Soto

Cálida, espontánea, apasionada, con mucho sentido del humor, Cristina Dramisino va desgranando para Damiselas los giros a veces extremos de una vida vivida a pleno en lo personal, en lo artístico, también en el mundo de la economía… Bailarina hasta los 17, perito mercantil que siguió Ciencias Económicas, bancaria que llegó a gerenta y que –sin dejar por el momento ese puesto- en los tempranos ‘80 se volcó a estudiar teatro, tuvo dos hijos cerca de los 40 y volvió al teatro, ya habiendo adoptado a Chascomús como su hogar paralelo a su Caballito natal.

Imparable, Dramisino siguió estudiando con Agustín Alezzo, trabajó bajo su dirección, hizo otros cursos y seminarios, aplicó su perfecto inglés para hacer traducciones de piezas teatrales, mereció premios y nominaciones, se metió en producción escénica aprovechando su experiencia como bancaria. Entre sus remarcables actuaciones de años recientes vale mencionar La importancia de ser franco (2004), Norma de Boedo (2006), Independencia (2007, dirigida por Lizardo Laphitz; y la nueva versión, en cartel, de Jorge Azurmendi), El rufián en la escalera (2009), Sabor a miel (2012/13), En boca cerrada (estrenada en 2016, también prosigue en 2017), Móvil (2016, un semimontado conducido por Azurmendi que muy probablemente se presente en el curso de este año).

Es evidente que CD va hacia adelante por puro entusiasmo, con más que suficiente vitalidad para seguir actuando, gestionando, proyectando. Guerrera de varias batallas, solo lamenta que no haya más comedia en su andar. Deseo que ojalá se le cumpla este año, cuando se desprenda de Evelyn, la tremenda madre dominante de Independencia; y de Celia, la sensitiva tía de En boca… Dos personajes bien disímiles que Dramisino interpreta en forma magistral.

¿Cómo fue que llegaste al cargo de gerente de banco hace años?

-En esa época éramos pocas, muy pocas las que lograban ascender. Después se fueron sumando, empezó a haber gerentas de sucursales, pero siempre escasas en lo que era la dirección del banco. A mí me tocó hacerlo en una subsidiaria donde se trabajaba en algo tan difícil como el mercado de capitales, que se había generado en la etapa de la plata dulce. Allí me desarrollé en cosas que, ahora que las miro a la distancia, advierto que tenían que ver con la gestión, el hacer, el concretar. Algo que me parece tiene ver bastante con nosotras las mujeres, porque una cosa es escribir una teoría sobre la alimentación –que bien podemos escribir- y otra poner la olla en el fuego y cocinar lo que toca ese día. Eso que hacemos en la casa también lo podemos hacer en las empresas, llegado el caso. Me refiero a esto de concretar propuestas, llevarlas a los hechos con sentido práctico.

¿Cómo se aplica esta habilidad al mundo del espectáculo?

-De distintas maneras, porque no todo es escribir, dirigir, actuar. Por supuesto que a mí me encanta actuar, me parece que es un don que no hay que malversar una vez que estás convencida. Es algo que me viene de familia: mi papá siempre fue un gran narrador de las cosas de la vida. Él te decía, como buen socialista: “Me encontré con el ciudadano tal…”, y a continuación te transmitía la vivencia de lo que había sucedido, en registro cómico o dramático, según correspondiera. Y yo, aparte de gustarme contar un personaje, una historia sobre la escena, tengo otra vertiente: me atrae mucho la producción teatral, me interesa gestionar, llevar adelante un espectáculo, juntar todas esas piezas y partes que culminan en una representación. Como otras actividades, el teatro tiene sus regulaciones que se imponen desde distintos lugares: en qué sala trabajar, cómo retener, cuánto aportar a Actores, los subsidios… Por otra parte, cuando al local no le conviene más una obra, hay que bajar aunque te hayas gastado una fortuna. Bueno, todo ese quehacer en torno a la concreción de un espectáculo, me interesa y estoy preparada para hacerlo por mi formación. Aunque soy una señora grande, tengo muchas ganas de realizar cosas. Si es por genética, mi papá vivió 98 años.

Nuestra Natacha (1965)
O sea que tu padre socialista te vio bancaria, subiendo de jerarquía, rompiendo el famoso techo de cristal que impide a las mujeres llegar a altos cargos ejecutivos… ¿Cómo se lo tomó?

-Mi papá había trabajado con los ingleses en el ferrocarril, y admiraba la organización. De chica me contaba en detalle cómo era el sistema: lo que hoy llamaríamos una numeración binaria, lo que haría una computadora. Imaginate, las cuadrillas que trazaron el ferrocarril estaban integradas por alemanes, italianos, gente de diverso origen. Y tenían un capataz que podía ser un iletrado pero estaba en condiciones de manejarse con ese sistema. Como a mi papá le daba bronca no entender lo que hablaban los ingleses entre sí, quiso que desde chica fuera a aprender ese idioma.

¿Siempre viviendo en Caballito?

-Sí, una familia bien de barrio. Pensá que cuando yo estaba por nacer, mis padres estaban yendo a El Pial, una agrupación folklórica frente al club Ferrocarril Oeste, donde se aprendía a bailar. Mucho folklore en mi familia… Me recibí de perito mercantil, tenía 18 y había que ayudar a parar la olla. Entonces, mi viejo me hizo redactar una carta muy ferroviaria, muy inglesa, escrita de puño y letra con esa caligrafía impecable que te enseñaban en el colegio. Bueno, en realidad fueron cinco cartas: una dirigida al Banco de Londres, otra al de Boston, también a otras empresas donde podía pedir laburo.

¿Fuiste a un colegio secundario de señoritas?

-Sí, el Instituto Argentino Excelsior, de Rivadavia al 6000, para mujeres. Con mis compañeras estudiábamos en grupos. Delantales blancos, medias tres cuarto azules, vincha azul. Aparte, como se estilaba en ese entonces, estudié danza clásica hasta los 17. Las muestras se hacían en el Teatro Empire; cuando paso por ahí, no puedo menos que evocar las muchas veces que fui con el grupo a bailar en ese escenario con los tutús, los trajes largos de sílfides. Quedé tan marcada por el impacto emocional de esas funciones que aún hoy, cuando piso por primera vez un escenario en un lugar nuevo, al empezar a ensayar, tengo como un impulso, un reflejo de salir a bailar. Pero como te decía, llegó el momento de ayudar a parar la olla familiar. Mi papá tenía 48 cuando yo nací, era del 900, te hablaba de Darwin y Sarmiento como si acabara de discutir con ellos. Un humanista ateo que se reía de los ritos de la iglesia oficial, mientras que mi mamá era muy católica, llena de cruces y expresiones como “¡Ay, Jesús, María y José!”. A lo que mi viejo retrucaba: “¿Para qué vas a molestar a tanta gente?”. Mi papá argentino provenía de la Calabria Saudita; mi mamá era vasca, “vascafrancesa”, diría ella.

Sabor a miel
Taurina, Calabria, el País Vasco: tenés de dónde sacar tu temperamento…

-¿Sabés que hace dos años me puse a estudiar el euskera?, una lengua cuyo origen no se conoce a ciencia cierta. Se cree que tiene miles de años, que viene de los habitantes primitivos de los tiempos neolíticos, que soportaron muchas invasiones: los vikingos, por ejemplo. Por algo mi mamá tenía la piel blanca y transparente, y los ojos celeste cielo, una nórdica, como algunos vascos (aunque la mayoría son castaños). Mi abuela hablaba vasco y también las hermanastras de mi madre, aunque llegadas de París. Tengo muchos sonidos, muchas palabras de ese origen incorporadas. Mirá, había una canción que mi mamá –que vivió hasta 2009- cantaba y que yo la grabé y se la hice escuchar a los vascos de Chascomús. La había aprendido de memoria sin saber el significado, y un día la busqué en Google y se me apareció Miguel Bosé cantándola. Y lo que a mí me sonaba como una nana, es nada menos que la historia de una mujer que no quiere casarse, pese a que en el pueblo le dicen que tiene que hacerlo. Pero ella resiste, alega que es muy feliz como soltera, que le gusta ser libre. Me dio mucha risa, porque yo pintaba para soltera hasta los 37, edad en que me casé con un chascomunense, y tenía esa canción –aunque sin traducción- asumida desde la cuna.

Volvamos a las prolijas cartas que llevaste a lugares viables de trabajo.

-Las mandé y así fue que terminé en el Banco de Boston. Después de trabajar varios años allí, mi papá me dijo un día: “Vos habrías sido una buena bailarina, pero claro esa carrera exige una gran dedicación…”. Lo cierto es que cuando empecé a laburar, él ya se sentía grande, la situación económica se estaba poniendo difícil, vulnerable. Era la época de Onganía.

Más allá de tu gusto por la danza, de tus experiencias emocionantes en las muestras, ¿tenías también una atracción por los números, por los temas de la economía?

-Sí, se me dio esa veta cuando en el secundario seguí de perito mercantil. Tenía esa facilidad, y más adelante estudié Ciencias Económicas, que era la derivación natural.

¿Qué proporción de mujeres había en la facultad en esa carrera?

-Bastantes. Te diría un 30 por ciento.

¿Y qué se hizo de ellas? Porque en la actualidad solo se ven economistas varones en la radio, en la tele, en la prensa escrita, en los ministerios…

-Es así, apenas tuvimos un tiempo una ministra de Economía “olvidadiza”. Es muy difícil que un hombre se deje asesorar por mujeres en materia financiera. Muy difícil. Eso también lo notaba en el banco, donde había compañeras brillantes, oficiales de crédito: llegaban hasta ahí. Sin embargo, en esta ciencia que modeliza tantas variables, las mujeres podemos ser muy buenas porque tenemos alto nivel de abstracción. Creo que nos permitimos más jugar con variables, lo he comprobado a través de muchos años de trabajo, con transformaciones tan fuertes como la computarización de todos los sistemas, el vuelco total de rutinas que se hacían a mano para pasarlas a la computadora. Pasé muchas mañanas con los programadores pasándoles esas rutinas. Como yo había estado en muchas áreas, podía hacer síntesis. Y había muchas mujeres trabajando en ese proceso.

Bueno, los últimos años se está redescubriendo y valorando una cantidad de mujeres pioneras en computación por su gran habilidad. La película Talentos ocultos cuenta parte de esa historia.

-Exactamente. Te cuento, cuando IBM había ido a hacer los primeros tests para determinar quiénes iban a integrar los equipos, una colega y yo habíamos quedado con los promedios más altos en un grupo de 50 personas jóvenes. Porque en el mismo banco habían hecho una especie de búsqueda interna. Bueno, a mi colega y a mí nos dijeron: “No se pueden ir las dos del área donde están trabajando”, que era Comercio Exterior. Y no faltó el jefe que me dijera: “Pero usted, ¿qué va a hacer con una máquina? Quédese, aquí está su futuro…”. Tal cual.  De la economía me interese la vertiente humanística, que la tiene a pesar de que estudia el comportamiento más racional del ser humano, que es el manejo de escaseces. Se puede estudiar la historia de la humanidad a través del manejo del dinero hasta llegar a esta red de vinculación internacional movida por flujos de dinero. No estoy descubriendo nada, ya sé, pero es fascinante observar esos comportamientos.

Independencia
¿Por qué lo de las escaseces?

-Porque lo que abunda no le interesa a la economía. Todo tiene un precio, y cuanto más ávido y codicioso se vuelve el ser humano, más evidentes son las diferencias que se generan. Anoche lo hablaba con un colega que vino a ver la obra Independencia, actuario él: al final de cuentas, llámalo como quieras, Ansés, Tesoro de la Nación, erario público… Se trata de fondos que pagamos los contribuyentes, los sistemas están preparados para que esos fondos sean manejados con un sentido de justicia social, en teoría. Y por gente honesta y decente. Ahora, si intervienen ambiciones, rapiñas y otros deslices, no hay erario que alcance. Así no se llega a una sociedad justa que provea el bienestar básico de todos los ciudadanos.

Algunos países chicos y nórdicos han logrado acercarse a esa sociedad más equitativa, con menos corrupción y tendiendo a la igualdad de derechos y oportunidades.

-Sí, efectivamente: justo los descendientes de aquellos bárbaros, ¿no?

Decime, aparte de lo concerniente a la danza y el placer estar algunas veces en el escenario, ¿de chica tenías alguna tendencia a ser actriz?

-Cuando terminé la primaria en el colegio Joaquín Víctor González, escuela pública de Caballito, se hizo una suerte de cuadro filodramático, algo muy de la época, una situación en la que se habían conocido mis padres: como buen socialista, el viejo llevaba libros y teatro a las estaciones de tren donde él era jefe. Y parece que a mi mamá la conoció en Garín, hicieron una demostración teatral y se enamoraron. Ellos siempre hablaban de obras como La novia de los forasteros, mucho teatro argentino. Y a los 17, el colegio cumplía un aniversario redondo y las alumnas hicimos Nuestra Natacha, de Alejandro Casona. Un director amigo de la profesora  de literatura hizo la puesta, y me tocó el papel de Natacha. Sí, fue el comienzo de algo que retomaría muchos años después: percibí que el teatro era algo maravilloso.  Trabajamos meses junto con chicos que venían de la Escuela Industrial, en el Teatro Marconi. Luego hubo una larga impasse que se extendió hasta comienzos de los ’80, cuando ya había cumplido con la responsabilidad de ganarme la vida y ayudar a sostener a mis padres, había estudiado Ciencias Económicas, había ascendido en el banco, había tenido amores –pocos, pero importantes-, tenía buenos amigos, estaba solterísima. Pero yo sabía que había algo latente, deseado, que había quedado por el camino.

Nuestra Natacha (1965)
Durante tu etapa estrictamente bancaria, ¿ibas al teatro?

-Sí, al teatro siempre, pero nunca fui lo suficientemente lectora. Asignatura un poco pendiente. Más adelante, a Agustín Alezzo le comenté en una ocasión: “Puedo recitarte circulares enteras del Banco Central, pero, ay, qué poco he leído”. Sin que sea una justificación, creo que en parte esta falta tiene que ver con que soy una persona de acción. Lo cierto es que la mayor parte del tiempo la dedicaba a mi trabajo, y solo me acercaba al teatro. Hasta que un día, María Inés Peñalba, una gran amiga-hermana chacomunense me sugiere estudiar teatro…

¿Aquí entramos en otro capítulo decisivo de tu vida?

-Sí, un capítulo fantástico. Estábamos en el ’72, en la facultad, plena convulsión, y nosotras estudiando Ciencias Económicas cuando me hice amiga de María Inés. Participábamos en las tomas del Decanato, salíamos a las calles con pancartas. Me importaban los temas sociales, sabía que el mundo era injusto y que las cosas tenían que cambiar. Mis padres nunca se enteraron de lo que sucedía en esas fechas. Llegábamos a casa medio desgreñadas, tiznadas, pero no se nos ocurría contarles lo que era dar los parciales con los caballos dentro del patio de la facultad. O vivir la terrible angustia de llegar a un bar y preguntar: “¿Dónde está Fulano?”, y que me dijeran: “No vino”. Y a los pocos días insistir: “Pero cómo, ¿hoy no vino tampoco?”

¿Por ese entonces te relacionás con el teatro para estudiar?

-Sí, mi amiga me lo había sugerido, y un gran amigo, a quien quise mucho, Eduardo Prado, me consiguió el teléfono de Agustín Alezzo. Pero déjame que te diga que María Inés era de Chascomús, adonde yo viajaba una vez por mes a estudiar, tenía mi lugar en su casa.

Dramisino con sus hijos, Pedro y Cecilia
¿Qué fue lo que te gustó tanto del lugar?

-Lo que a ellos les molestaba, a mí me encantaba: que se conocieran todos. Que saliera a la calle y me saludaran, saber quién era quién… Y después de muchos años me casé con el chascomunense Eduardo Pertusi, profesor de música en el Conservatorio de Chascomús. Realmente encontré al hombre de mi vida, aunque suene a película de Claude Lelouch. Nuestra casa principal oficial está allá, acá tenemos un pied à terre, donde nuestros chicos estudiaron sus carreras, yo paro ahí cuando estoy haciendo teatro. Pedro nació cuando yo tenía 38 y María Cecilia a mis 41. Como me dijeron en el campo: “Ah, una planta de floración tardía”. Bien, no te voy a hablar del amor incondicional, visceral que te generan los hijos. Nada que ver, pero otra de las cosas que me gustaron del pueblo fue la relación natural con la muerte que noté; yo, que temía la partida de mis padres, hija única… Y no solo porque el cuñado de Inés tenía una funeraria: empecé a observar una aceptación, un acompañamiento del ciclo vital de las personas en su totalidad. Algo muy del campo, de seguir el curso de la naturaleza. Por otra parte, hay mucha vida cultural en Chascomús.

¿Qué hiciste finalmente con el dato de Alezzo que te pasó tu amigo?

-Finalmente, empecé a estudiar con el maestro en el ’82. Llamé, hablé directamente con él, me dio los datos para inscribirme en el café de Jean Jaurès y Córdoba. Lo anoté en mi agenda poco menos que con letras góticas. Hice contacto, cumplí la rutina, di el examen de admisión. Cuando fui a buscar el resultado, Alezzo me sacó de la fila y me pregunto repetidamente si iba a estudiar teatro. Respondí que sí y me dijo la palabrita mágica: “Ingresó”. Bajé levitando la escalera de Jean Jaurès. Lizardo Laphitz en ese entonces nos daba clases de aproximación al cuerpo del actor, o algo así. Fueron años dorados para mí: aunque seguí laburando por un tiempo en el banco, la vida cambió radicalmente para mí. Mi mente se abrió a horizontes amplísimos, insospechados, se me despertó esa pasión que no muere. Justo había terminado una maestría en administración de no sé qué, que había traído la Universidad de Navarra. A los 34 empecé a estudiar teatro, dos años con Alezzo y Lizardo. Enseguida me casé, tuve a mis hijos, seguí con el banco, donde Alezzo pasaba cada tanto a visitarme, lo ayudaba en algún trámite que no entendía. Un día le dije: “Ay, maestro, cómo extraño sus clases. Pero no tengo tiempo”. “Organícese”, me responde muy serio. Entretanto, en Chascomús, cuando se enteraron de que había estudiado con Agustín me empezaron a convocar las compañías locales. O sea, que esos años de la primera infancia de mis chicos hice teatro allí, donde había dos directores valiosos, Jorge Portela y Carlitos Falomir. Trabajaba la gente del pueblo, hicimos obras como Proceso a Jesús, Diálogos de carmelitas en las iglesias… Desde el’83 hasta ahora no paré nunca de hacer teatro, acá o allá. La cosa era morder el escenario, estar entre bambalinas actuando personajes, haciendo traspunte, ayudando de alguna forma. Ahora hay muchos jóvenes con iniciativa, hay una escuela de teatro. Tenemos una sala grande, operística, hermosa: el teatro municipal Brazzola, pero faltan espacios más chicos.

¿Tu primera vez en las tablas porteñas?

-Fue con Tina Helba que iba mucho a Chascomús, cuando hacíamos el festival de teatro, llevaba la Compañía de Luján. Y un día estaba presentando en la Feria del Libro de Buenos Aires un espectáculo, De madres e hijas, con escenas de distintas obras. La actriz que hacía de relatora, de nexo entre las distintas situaciones tuvo un problema. Así que salí al toro, previas indicaciones de Tina, que me alentó mucho. Esa fue mi primera incursión porteña.

Sánchez Bulevar
¿Alezzo estaba al tanto?

-Fue al poco tiempo que se produjo ese encuentro donde me conminó a que me organizara. Resultó la palabra necesaria, y me organicé. Con María Inés hicimos una especie de convenio: yo me quedaba en su depto en Buenos Aires determinados días para volver a estudiar. Lo logré y al poco tiempo me convocaron para una obra que dirigía Lizardo, Roberto Zucco, de Koltès, donde me tocaba de entrada una escena muy jugada: hacía a una madre violada y asesinada por un desconocido. A partir de ese trabajo, si bien seguí con los seminarios, empecé a trabajar continuadamente en teatro, a intervenir a veces en la producción. El entrenamiento siempre lo hacía con Alezzo, a quien le tengo fe, además de respeto y un profundo amor. También he trabajado muy bien con Lizardo. Lamento que se hayan distanciado.

Hubo más directores y directoras en tus actuaciones.

-Desde el 2000, tuve oportunidad de estar con María Esther Fernández en El Búho, a menudo ayudando con temas de habilitación, tan arduos para esos teatros: los procedimientos, las fórmulas, los bancarios sabemos llenar papeluchos… Me comprometo mucho en dar esa mano cada vez que hace falta. Me pasa ahora que estamos en el Andamio con Independencia: Alejandro Zamek habla un idioma cercano al de Alezzo, de María Esther, en el sentido de que ponen las obras con sentido de pertenencia, las defienden. Aprecio mucho esa conducta. También me dirigió Eva Halac en Sánchez Bulevar, un placer verla trabajar. Y, aunque no me alcanzaría el espacio para nombrar a todos, no me quiero olvidar de Dennis Smith con quien hice la película El ayuno, también Teatro Urgente en 2015, con testimonios de los sobrevivientes del atentado contra la Embajada de Israel. Y si bien no se trata del director más genial, quiero mencionar a Julio López, fue muy grato hacer con él Norma de Boedo. Con Dennis también hicimos un disparate musical, él quiso que interpretara a su madre. Y con Rodrigo Rivero trabajé en unos cuadros musicales porque me lo pidió. Adoro aprender cosas nuevas con los jóvenes. Siempre tratando de dar con los personajes apropiados, tratando de no vender otra edad…

La importancia de ser Franco
Aunque muchos directores parecen identificarte con el drama, sos una actriz con mucha destreza para la comedia. En La importancia de ser Franco, versión de Hugo Halbrich de la obra de Oscar Wilde, tuviste un rendimiento inolvidable. Incluso en algunas publicidades aparece esta veta tuya. Pero hay ausencia de comedias en tu CV.

-Parecería que ese género no aparece en la cabeza de los directores que me llaman. Creo que tengo un don natural, un sentido del humor, sí, me encanta la comedia. Como productora, la estoy buscando, pero no te creas que es fácil encontrar una buena en la actualidad. Mirá, llevo ese género en mi corazón porque en mi casa, cuando era chiquita, se escuchaban las transmisiones del teatro, por radio Porteña, todos los días, menos los lunes. Pasaban las comedias de Paulina Singerman, por ejemplo, deliciosas, que yo me aprendía de memoria. Y después, me llevaban al teatro a verla.

El/la comediante, por inspirado que sea, ¿debe mantener cierta integridad, evitar la demagogia?

-Precisamente. En Chascomús hicimos en una oportunidad Servidor de dos patrones, de Goldoni, en el patio de la casa colonial donde se filmó Camila; y no  te puedo explicar el efecto comiquísimo cuando adaptábamos algunas citas a los nombres de lugares del pueblo: “Sí, frente a lo del Tal o Cual…”, porque pensábamos que así debió haberse hecho en época del autor. Bueno, esas referencias eran válidas y causaban gracia. Pero incluso siendo teatro vocacional, lo primero que aprendimos fue eso: no cebarnos con el público, no entrar en la facilidad.

Móvil
Hace poco estuviste en un par de funciones, como semimontado, de Móvil, de Sergi Bebel, en el Cervantes, bajo la dirección de Jorge Azurmendi, con Ana María Castel, Maia Francia y Nelson Rueda. Ahí te divertiste y se divirtió el público…

-Sí, justamente estoy tramitando los derechos de esa obra. La hicimos con ese elenco divino, y generó una repercusión increíble en el público, la gente se doblaba de risa. Al texto le falta adaptarlo un poco a nuestro lenguaje. Ojalá lo logremos, hablé con el autor, le di detalles de la realidad de nuestro teatro alternativo.

En el caso de Azurmendi, que dirige Independencia En boca cerrada, ¿te has encontrado con un director particularmente afín?

-Totalmente. En primer lugar, es una excelente persona. Y lo estimo mucho como director, creo que nos ha hecho calar hondo a los actores en temas relativos a la familia, el amor, la sexualidad, en ambas obras. Jorge tiene una gran sensibilidad y una amplia formación intelectual, siempre investigando, profundizando. Me encontré con un director con el que comparto muchas cosas y a quien respeto. Por eso me animé a hacer Independencia de nuevo,  10 años después, bajo otro enfoque. Además, ahora en el Andamio se ha extendido el espacio respecto del teatro anterior donde la hicimos en 2016. La primera persona que tuvo que ver con reponer de otra manera la obra de Lee Blessing fue Cecilia Chiarandini, autora de la traducción, que actuó en aquella y en esta puesta. Ella me mandó el texto revisado por email diciéndome: “Esta es una obra para revisitar”, el 22 de enero de 2016… Más tarde me llama Lucía Di Carlo, intérprete de la puesta actualmente en cartel, y me comenta que Jorge Azurmendi quiere hacer Independencia. Así renació esta pieza que aprecio tanto.

Entre los “desvíos” que tomaste en tus oficios figura el de traductora de teatro.

-Sí, traduje algunas obras: Espectros, de Ibsen, de una versión inglesa; El rufián en la escalera, de Joe Orton; también le traduje a Alezzo la última de Tennessee Williams, algo así como Una casa destinada a caer –refiriéndose al sistema norteamericano, mirá vos-, pero no se estrenó aún. Es un tema complejo el de la traducción porque te estás manejando con las ideas y las emociones y las palabras –en la lengua original- de un autor, pero a la vez lo estás encarnando en cierta forma, y cuando pasa por el brazo y llega a tu mano ese texto, terminan siendo tus palabras las que escribís… A veces, en la búsqueda de obras, con Cecilia Chiarandini traducimos una parte una, la otra, otra parte del mismo texto. Las juntamos y parecen de autores diferentes: por los matices de la lectura que hizo cada una, por los localismos… El siguiente paso es tratar de aunar criterios.

En boca cerrada
¿Qué tenés para decir de los personajes de Evelyn, la madre de Independencia, y de la tía Celia, de En boca cerrada, que estás interpretando actualmente?

-En un día domingo como este, que estoy entre una y otra, te puedo decir que siento amor por las dos: la madre de Independencia se me parece bastante, en lo más profundo comparto con ella el terror de que me abandonen, de que me dejen sola; y a la vez estoy en absoluto desacuerdo con su intención de cercenar la autonomía de sus hijas. Puedo hacerla porque entiendo  ese instintivo amor posesivo, pero estoy en las antípodas de imponerle sujeción a los hijos.

Además, hay algo en este personaje que ingresa en el desequilibrio mental, cuestión delicada para actuar.

-Muy delicada, sí; pero no te rías como hizo Alezzo en su oportunidad, cuando le dije que yo no creía que Evelyn estuviese loca. Como actriz decidí ignorar esa posibilidad, porque me sirve negarla. Y por otra parte, pienso que ella no quiere que crean que está loca, aunque se mueva en la cuerda floja. Con la tía Celia de En boca cerrada, mi relación es por completo entrañable, hay cosas de ella que me llegan profundamente al haber estado yo soltera tanto tiempo, algo que el común de la sociedad aún no se banca del todo. Afortunadamente, tuve una familia muy grande, donde había tías solteras, tíos solteros que estaban como añadidos a la familia principal, y yo percibía que tenían este cuidado de pasar un poco inadvertidos, de no ser protagonistas, de cultivar la discreción. Pero sobrevivían con elegancia, y siempre, en el rincón de las hornallas, junto a un hermano, a una hermana se daba el momento de intimidad, de confianza. Mientras que el ama de casa, esposa y madre, permanecía atada a sus quehaceres, ellas, las tías solteras, iban a misa, salían, iban al teatro, a tomar el té, se hacían un viajecito… Entre ellas, la más querida fue la tía Catalina Dramisino, solterísima: para mí, el modelo de la tía Celia. Siempre con un par de guantes y un libro en la mano, siempre actualizada.  ¿Sabés que justo cuando empecé a estudiar con Alezzo, Badillo estrenaba esta perfecta partitura teatral En Buenos Aires? Cuando el año pasado me llegó este proyecto, enseguida dije sin dudarlo: la tía Celia, sabiendo que estaba a la sombra de Paula, la madre. Esta obra se dio en Chascomús a mediados de los ’80, y Badillo fue para allá. En ese momento, yo era joven para la tía, pero hice el traspunte y desde entonces me sabía el texto de memoria. Aunque en la versión actual se redujeron algunos párrafos que remiten al chico que le cuenta su vida a la tía –los radioteatros que oía, las películas que veía- , de todos modos está lo esencial. Lo que se cortó me quedó adentro, está latente en la obra y en mi actuación, me sirve para modelar el personaje. Creo que la puesta de Jorge es más concisa, se juega en la relación amorosa de los jóvenes. La primera lectura con los actores y el director se hizo en el comedor de mi casa y estuvo llena de revelaciones personales, de emociones fuertes y de repente, ya estábamos ensayando. Actuar con Rita Terranova, tan lucida en el rol de la madre, con todo el elenco ha sido una estupenda aventura. Una buena conjugación de principiantes y gente con cierta experiencia.

Independencia, de Lee Blessing. Hasta fines de marzo, con Cristina Dramisino, Cecilia Chiarandini, Lucía Di Carlo y Anahí Gadda, con dirección de Jorge Azurmendi. En Andamio 90, Paraná 660, los sábados a las 22,30. A $ 200 (estudiantes y jubilados $ 150).


En boca cerrada, de Juan Carlos Badillo. Con Rita Terranova, Cristina Dramisino, Ulises Pafundi, Roberto Romano, Hernán Muñoa y Lucía Di Carlo, con dirección de Jorge Azurmendi. En el Teatro del Pueblo, avenida Roque Sáenz Peña 945, los lunes a las 20. A $ 200 y $ 170.