Por Diana Fernández Irusta
“No es amor, es
trabajo no pago”. Tan sonriente como tajante, la economista Mercedes
D’Alessandro abrió con esta frase su intervención en el encuentro “Rompamos el
techo de cristal”, realizado en mayo del año pasado en el Museo Evita. Meses
después de aquellas jornadas sobre la desigualdad de género, D’Alessandro
publicó un libro –Economía feminista– donde la sentencia, desafiante,
vuelve a aparecer. Lo hace de la mano de las ideas que la activista Silvia
Federici desarrolló en los años 70: el trabajo doméstico, con su cúmulo de
actividades fundamentales para el funcionamiento de la sociedad (desde el cuidado
de los niños a la salud psíquica y física de los adultos o, en otros términos,
la indispensable “reproducción de la fuerza de trabajo”), no solo se impuso
como obligación y atributo de la personalidad femenina, sino que terminó
completamente “disfrazado” de ofrenda generosa, espontánea… y gratuita.
Por eso Federici, que dio batalla por el salario para las tareas hogareñas en
una época en la que el destino de ama de casa era prácticamente el único
posible para una mujer, lanzaba sin medias tintas: “La esposa ama de casa está
al servicio de su esposo psicológica, emocional y sexualmente, cuida a los
niños, limpia sus medias y levanta su ego”. Un despliegue de recursos con
impacto económico, a la vista de todos, pero que nadie, prácticamente nunca, se
dispuso a ver con suficiente profundidad y persistencia.
“Todas esas tareas
eran y son percibidas por la familia, por la sociedad y por la contabilidad
nacional como actos de entrega y amor”, insiste D’Alessandro, poniendo el
acento en lo que constituye el eje de su libro y, seguramente, el de cualquier
economía con mirada feminista: hacer visible lo largamente invisibilizado.
Hacerlo visible en tanto germen de desigualdad, y no solo en el terreno de los
vínculos interpersonales, sino también en el duro territorio de los datos
económicos. Por sobre todo, en el decisivo espacio de las políticas públicas.
Cuentas en rouge
Economía
feminista se acompaña
de un subtítulo: Cómo
construir una sociedad igualitaria sin perder el glamour. La tapa del
libro, cuya imagen circuló ampliamente por las redes, reproduce una coqueta
cartera roja. El guiño es doble: “el tono de este libro no será solemne”,
parece anticiparnos el diseño; “la mirada de este libro no está en absoluto
peleada con ciertos rasgos atribuidos a la femineidad”, parece decir también.
La autora, doctora en
Economía por la UBA y ex directora de la carrera de
Economía Política de la UNGS, no
se priva de salpicar el texto con anécdotas sobre su infancia en Posadas, la
experiencia en los claustros universitarios o vivencias más recientes en la
ciudad de Nueva York. Su escritura es ágil, cercana, profusa en referencias a
la cultura pop, las series televisivas, el cine.
Pero lo que dice no
es liviano. Respaldada por cifras, gráficos y dura estadística, la economista
revela que a las mujeres, por el simple hecho de serlo –y salvo escasas
excepciones– nos toca, siempre, ser las más pobres.
La desigualdad de
género tiene un núcleo duro: en una sociedad regulada por el mercado, donde el
valor de cada quien depende de lo que tenga para vender –sean bienes o fuerza
de trabajo–, toda mujer parece destinada a realizar tareas
imprescindibles que, paradójicamente, “no existen”: no tienen precio. La
realización de estas tareas les restará tiempo y energía para abocarse
plenamente (como lo hace la mayoría de los varones) a las actividades por las
que sí se puede obtener una ganancia material. Por otra parte, aquello que
socialmente consagra a una mujer como tal es lo mismo que la penaliza laboral,
profesional y económicamente. Sí, la maternidad.
El estigma, presente
en todas las clases sociales, se torna trágico cuanto más se desciende en la
escalera económica. Efectivamente, la gran ejecutiva de una empresa
trasnacional no solo gana menos que sus colegas varones, sino que dispone de
menos tiempo libre y vive más atenazada por el estrés. Lo mismo ocurre con la
maestra, la médica, la ingeniera, la cajera o la empleada doméstica. Pero en
este último caso, el esquema de carencias se extrema brutalmente. “Una niña
pobre que tiene que ir caminando todos los días a la escuela y luego cuidar a
sus hermanos no tendrá nunca las mismas oportunidades que una niña en un hogar
acomodado –escribe D’Alessandro– Tampoco tendrá las mismas oportunidades
que un niño, sea pobre o de medianos ingresos”.
La clave, otra vez,
viene a ser esa zona de trabajo invisible, que nadie paga, todos
necesitan y que inevitablemente, en la amplia mayoría de los casos, será
realizado por una mujer: la niña pobre se ocupará de sus hermanitos al llegar
de la escuela, la empleada doméstica limpiará su propia casa al cabo de una
extenuante jornada de limpieza en casas ajenas, la alta ejecutiva llevará a sus
hijos al pediatra (o a su madre, ya mayor, al médico) en el hueco de tiempo que
le quede entre dos exigentes reuniones. La “doble jornada laboral” –una paga,
la otra no–, pareciera ser uno de los pocos atributos universales de una época
ferozmente desigual: ninguna mujer se salva. Pero hay más, y la autora se ocupa
de ir desmenuzando una urdimbre compleja, abrumadoramente naturalizada.
Las mujeres no solo
ganamos menos –confirmamos leyendo Economía
feminista–, sino que pagamos más. Insidiosa y secreta, la desigualdad se
filtra hasta en las compras diarias: innumerables productos etiquetados “para
ellas” tienden a ser más caros que los mismos productos etiquetados “para
ellos”. Asimismo, los juguetes para niñas, o la ropa y medicamentos
exclusivamente femeninos suelen ser más caros que los destinados a los varones.
Este frecuente sobreprecio (conocido como “impuesto rosa”) se suma al
considerable gasto que toda mujer afronta para ser digna del canon de belleza
vigente: peluquería, maquillaje, tratamientos para el rostro, cuidado de la
piel, vestimenta. Si entre los candidatos a un empleo, un hombre y una mujer
con buen aspecto tienen similares posibilidades de ganar, es seguro que ella
invirtió un porcentaje mayor de recursos económicos en cuidar su presencia (y
probablemente también haya invertido más en capacitación).
Tiempo de
cambios
Brecha salarial. Reparto
inequitativo de las tareas domésticas. La maternidad como obstáculo para
reclamar un buen sueldo o motivo para optar por la informalidad.
D’Alessandro desmonta un armazón invisible, une piezas falsamente
dispersas y las articula con un factor omnipresente: los estereotipos de
género. Cantan las estadísticas: a la hora de elegir profesión, las mujeres
“naturalmente” suelen inclinarse por las profesiones más o menos ligadas con
los cuidados (docencia, enfermería) u optan por los escalafones más bajos en carreras
fuertemente jerárquicas. Siempre en las posiciones donde se gana menos, pero se
obtiene algo más de flexibilidad para ocuparse de la “segunda jornada laboral”.
La autora cita a la Virginie Despentes de Teoría
King Kong y su descripción de
los límites de la revolución feminista de los años 70: “Tanto política como
económicamente, no ocupamos el espacio público, no nos lo apropiamos. No
creamos guarderías infantiles, ni los lugares que necesitábamos para dejar a
los niños; no creamos los sistemas industrializados de limpieza a domicilio que
nos hubiesen emancipado. No nos apropiamos de estos sectores económicamente
rentables, ni para hacer fortuna, ni para ayudar a nuestra comunidad. ¿Por qué
nadie inventó el equivalente de Ikea para la guarda de niños, el equivalente de
Macintosh para la limpieza domiciliaria? Lo colectivo siguió siendo un modo
masculino”.
Y aquí está una de
las grandes cuestiones a la que apunta Economía
feminista: si bien es evidente que el panorama para las mujeres cambió, y
mucho; si bien está claro que el ama de casa de la década del 50 (y la familia
que este período implicaba) ya es un dato del pasado; pese a que
actualmente las mujeres estudian tanto o más que los varones, y sin importar
que cada vez haya mayor presencia femenina en zonas estratégicas de la
política, la ciencia y la educación, la organización de nuestra sociedad y sus
instituciones sigue inconmovible. Habitamos estructuras estatales, laborales y
formativas que parecen seguir creyendo que la esfera pública está poblada casi
exclusivamente por hombres.
De esto no escapa la
teoría económica, para la cual la autora propone una “revolución conceptual”.
“No se trata de un
capricho intelectual o una moda –escribe– sino más bien de reconocer que la
realidad ha cambiado y que la mujer hoy ocupa un rol distinto del que tuvo en
los últimos siglos en el aparato productivo”. D’Alessandro denuncia un vacío
teórico tanto en los grandes clásicos –de Adam Smith a Karl Marx– como en
respetados economistas actuales. Para todos ellos, “el foco de análisis está en
las cosas que tienen precio”, lo que excluye a la actividad productiva de
base, la que se realiza en cada hogar y permite que se lleven a cabo todas las
demás. A la teoría económica le falta una pieza, y esa pieza –que impacta en el
PBI del mismo modo que las otras– está integrada por miles y miles de mujeres.
“No habrá ni políticas económicas, ni estrategias de acción o participación
política para las mujeres si la dimensión de su aporte al desarrollo social no
es debidamente reconocida en el campo conceptual”, asegura la economista.
En esta línea, es
significativa la respuesta del astrofísico Neil deGrasse Tyson que aparece en un pasaje del
libro. Consultado por la escasa presencia femenina en puestos clave de la
carrera científica, el estudioso (cuya estampa popularizó la reedición de la
serie Cosmos) respondió:
“Nunca he sido mujer, pero he sido negro toda mi vida”. Porque, desde luego, se
trata de conocimiento. Pero ante todo de arrojar luz –y ponerle números– a los
mecanismos de una desigualdad largamente afincada, con efectos muy concretos y
vocación forzada de invisibilidad.
Economía
feminista. Mercedes D’Alessandro. Sudamericana