Baixant de la Font del Gat, unas judías peronas

Por Rubén Szuchmacher


En un confortable bar del reciclado barrio del Raval, Josep Maria, un buen amigo catalán a quien conocí hace unos cuantos años en Buenos Aires, y yo charlábamos sobre los primeros recuerdos que teníamos cada uno sobre el país del otro. Y no nos referíamos a nuestras experiencias de adultos, esas que nos llevaron a desplazarnos por diferentes territorios por cuestiones de trabajo, sino a  aquellas imágenes que se habían forjado en tiempos remotos sobre la Argentina en su caso, sobre Cataluña en el mío.

Me miró sorprendido cuando le conté que una parte de mi familia era oriunda de las mismas tierras catalanas que la suya, aunque de pueblos distintos. Un dato que suele extrañar a más de uno, pues muchos de mis amigos solo me atribuyen orígenes centroeuropeos.

Don Jacinto Pallarolas, mi abuelo materno, nació en Canet del Mar, una localidad al norte de Barcelona, sobre la orilla del Mar Mediterráneo. De allí salió gran parte de la familia rumbo a América en tiempos de emigrantes. Recuerdo un relato que contaba mi madre sobre un tío bisabuelo  que estuvo en la guerra de Cuba, a finales del siglo XIX, menos por patriotismo en defensa de la Madre Patria que por huir de los mandatos familiares que lo condenaban a una vida de pobreza en esas tierras. De ese tío lejanísimo me queda una medalla que le otorgó el ejército español por su actividad, que no debe haber sido demasiado heroica.

Otra parte de la familia navegó hasta la Argentina, adonde arribaron a mediados de los años 10, casi con el Centenario. En verdad, no recuerdo quienes fueron los que vinieron, y tampoco está mi madre para verificar los datos de esa historia, pero es seguro que mi bisabuela y mi abuelo fueron de la partida. Hay algunas fotos que atestiguan esas presencias. Mi madre, que nació en Fortín El Patria, en la provincia de San Luis, un lugar en el que mi abuelo había recalado luego de trabajar como herrero para el  ferrocarril de los ingleses y en el que había conocido a mi abuela Rosita: una muchacha de 15 años, rubia y preciosa, hija de un francés de Carcassonne, de apellido Farail y de una sobrina del Tigre de los Llanos llamada Gregoria Quiroga, mi madre -como venía diciendo- mostraba una foto en la que aparecía su abuela paterna, su padre y su madre y algunos de sus hermanos que ya habían nacido.

La Font del Gat
Mi abuelo había enamorado a mi abuela a la que le llevaba muchos años, algo así como 25, y tuvieron 5 hijos en un lapso muy breve. Al poco tiempo del nacimiento del último hijo se separaron, y mi abuela, feminista a su manera, casi como la Nora de Casa de muñecas, de Ibsen, se fue a trabajar a Buenos Aires, dejando a sus hijos al cuidado de su marido. Es por esta época que mi madre mantuvo una relación muy estrecha con su abuela española. Y esta, entre otras cosas, le enseñaba a cantar en catalán temas como Baixant de la Font del Gat:

Baixant de la Font del Gat
una noia, una noia,
baixant de la Font del Gat
una noia i un soldat.


Una canción que ella me cantaría haciéndome aprender las primeras palabras en catalán de mi infancia. De esta manera, esa lengua de los peninsulares y el idish de mi padre polaco, además del francés de mi bisabuelo y el castellano de todos los días, me invadieron y generaron un pêle-mêle de idiomas que aún continúa horadando mi cabeza.

Hoy no sé muchas palabras en catalán, pero puedo decir con alegría que visitar Barcelona es como volver a estar en familia.

Josep Maria, muy buen narrador como así también gran dramaturgo, me contó una historia que le había contado su padre, un hombre que se había criado en tiempos de posguerras y de hambrunas.

Esa historia referida a la Argentina versaba sobre las “judías peronas”. Al principio no entendí bien de qué me estaba hablando. “Judía” no es una palabra que yo pueda identificar rápidamente como una legumbre, más bien se me aparecen mis amiguitas del “shule”, una escuela de segundo turno a la que asistí hasta mis 13 años, en la que se impartían clases en el idioma de la diáspora. Cuando logré capturar el significado de la palabreja, quedé nuevamente trabado con el de “perona”, puesto que en principio no me hacía sentido.

Por suerte, Josep Maria continuó con su relato: resulta que en el año 47 nuestra Eva Perón hizo su famosa gira por Europa, que comenzó con una estadía en España, siguiendo luego por Italia y Francia, con un despliegue que pocas veces se había visto para homenajear a un político argentino.

Amplío un poco por mi cuenta la historia de ese viaje. Luego de la guerra, España solicita su inclusión en la recién creada ONU, pedido que es rechazado por la institución que hace, además, la recomendación de que no se mantuvieran relaciones con ese país, hasta tanto no se instaurase un gobierno democrático. Todos los miembros de la ONU siguen la recomendación, salvo Portugal y Argentina. España quedó política y económicamente aislada en un tiempo en que se venía de varios años de sequía, que la habían dejado al borde de la hambruna. Los Estados Unidos e Inglaterra, los líderes de los vencedores de la Segunda Guerra, se plantearon cómo podrían ayudar a España de alguna manera, por el peligro de que la carencia de alimentos deviniera otra guerra civil y triunfaran los comunistas. Y como estos dos países no podían permitirse ayudar al gobierno de Franco a cara descubierta, apelaron a la Argentina de Perón.

Continúa Josep Maria: era tan tremenda la situación que cualquier ayuda era bienvenida en esas tierras que no tenían la posibilidad de hacer crecer sus frutos. Su padre, recuerda Josep Maria, le contó que la llegada de las chauchas significó un cambio en la alimentación, y en agradecimiento a la ayuda recibida fueron bautizadas como “judías peronas”, pues para los españoles nombrar a Eva como “La perona” no era para nada peyorativo como podía serlo en nuestro país.

Josep Maria contaba que su padre no sabía prácticamente nada de la Argentina, al menos hasta que su hijo viajó a nuestras tierras. Pero conocía muy bien a una señora muy elegante que había llevado comida a un pueblo que pasaba mucha hambre, y que además de no tener ni trigo ni maíz ni lentejas, necesitaba acero para agujas de coser.

Actualmente la mayoría de los españoles compra las “judías peronas” sin saber cómo llegaron ni la razón de su nombre.

Esa tarde, en ese bar, tomando unas “claras”, ambos dos nos dimos cuenta de lo extraña que a veces puede ser la vida. Que hay más puntos de contacto entre las personas de los que uno podría imaginar. Y que en la historia de gentes que aparentemente no tienen ningún vínculo, resulta que hay sonidos, comidas o personajes que los unen definitivamente.